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«Cocodrilo». Ese era el sobrenombre con el que los estudiantes
conocían a Emest Rutherford cuando ya era un científico venera-
ble y respetado. Un alumno soviético, Pyotr Kapitsa, le puso ese
mote porque el cocodrilo representa para los rusos la figura pa-
terna. Pero también había otro sentido cariñosamente malévolo
en esa caracterización: el cocodrilo no puede torcer el cuello, se
ve obligado a mirar siempre al frente, sin flexibilidad de ninguna
clase. Rutherford tenía un carácter fuerte, y su mayor obsesión
eran los datos y las evidencias. Uno de sus gritos de guerra era:
«¡Dame datos, y dámelos cuanto antes!». No solo los estudiantes
fueron testimonios de esa férrea exigencia. Cuando se contrató a
un obrero para levantar una pared en el laboratorio, más de una
vez tuvo que detenerse asombrado al ver a Rutherford gritándole
que quería ver el resultado de su trabajo de investigación inme-
diatamente, al confundirlo con un científico.
Sin lugar a dudas, esa pasión por las pruebas convirtió a Ru-
therford en el mejor experimentador de su generación y en uno de
los científicos más destacados de todos los tiempos. Sus aportacio-
nes son el fruto del trabajo de calidad llevado a cabo a lo largo de
tres décadas, y las más importantes llegaron una vez que ya estuvo
en posesión del premio Nobel. Fue, además, mentor de varias ge-
neraciones de físicos que luego brillaron con luz propia, a los que
supo estimular y encaminar para que tuvieran carreras exitosas.
EL DESCUBRIMIENTO DEL NÚCLEO ATÓMICO 17