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Introducción











        Cuando contemplamos el cielo en una noche estrellada y sin luna,
        lejos de la interferencia de las luces de la ciudad, y nos sentimos
        maravillados por el espectáculo sobrecogedor que se despliega
        ante nosotros, en ese mismo momento desde lo más profundo de
        nuestro ser nace un sentimiento que nos abruma con la idea de lo
        pequeños que somos comparados con el infinito.
            El infinito no es solo una sofisticada idea matemática; la dua-
        lidad entre lo infinito, palabra que literalmente significa «aquello
        que jamás termina», y su opuesto, lo finito, lo que sí acaba alguna
        vez, ha acompañado a la humanidad probablemente desde que el
        primer Homo sapiens se preguntó si el cielo termina alguna vez,
        si se puede llegar hasta el horizonte, o si nuestra vida realmente
        termina o si de alguna manera puede seguir indefinidamente.
            Pero el infinito también es vértigo y,  según el filósofo  griego
        Zenón de  Elea,  hasta puede inmovilizar al universo; veamos qué
        queremos decir con esta idea En el siglo VI aC., Pannénides de Elea
        -según muchos autores,  el padre de la metafísica occidental-
        postuló la existencia del ser. La característica fundamental del ser,
        según Parménides, es, justamente, la de existir; el ser existe, el ser es.
            De  esta premisa Parménides dedujo que el ser abarca todo
        el universo, porque si hubiera aunque sea alguna pequeña región
        de este donde el ser no estuviera, en esa región el ser no existiría;
        pero decir que el ser no existe es una contradicción de términos,
        es imposible. El ser,  entonces, ocupa todo el universo; en otras





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