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LA OSCURIDAD DE UNA VELA


                     Antes del advenimiento de la electricidad,  en una gran ciudad
                     como  Londres  una familia  corriente acostumbraba a  pasar la
                     noche con una sola vela.  Frente a esta imagen un tanto román-
                     tica,  cabe recordar que la luz que proporciona una vela es una
                     centésima parte de la luz que genera una bombilla de cien vatios.
                     Y, además, las velas tenían una vida útil efímera.
                         Las clases más pudientes tenían otras alternativas, como las
                     lámparas de gas, pero estas eran muy caras, precisaban de un con-
                     tinuo mantenimiento y eran particularmente mugrientas, hasta el
                     punto de que ensuciaban la ropa y provocaban algunos problemas
                     de salud.  Por ello,  libros como  The  American Woman's  Home
                     (1869, La casa de  la mujer americana), de Catherine y Harriet
                     Beecher Stowe, continuaban ofreciendo instrucciones para fabri-
                     car velas en una época tan próxima como 1869.
                         A principios del siglo XVIII, la gente tenía miedo de salir por la
                     noche, y los que lo hacían acostumbraban a contratar los servi-
                     cios de los linkboys,  chicos que llevaban antorchas hechas de
                     cuerdas gruesas impregnadas en resina y otros materiales com-
                     bustibles.  Casi cien años después, la calidad de la iluminación
                     prácticamente no había evolucionado en tres siglos. En la década
                     de 1850, las calles seguían siendo tenebrosas por la noche, pues
                     el alumbrado público a gas proporcionaba menos luz que una
                     bombilla moderna de 2,5 vatios. A esto hay que añadir que las
                     farolas eran muy escasas: por lo general, entre una y otra había
                     un mínimo de treinta metros de oscuridad. Más que iluminar las
                     calles, en algunas vías londinenses las farolas servían como guías
                     o faros para no perderse. Hasta los años treinta del siglo pasado,
                     casi la mitad de la ciudad continuaba ilun1inada de esta forma tan
                     precaria. E iluminar las estancias con gas tampoco era muy salu-
                     dable: los trabajadores de oficinas iluminadas solían referir casos
                     de cefaleas y náuseas.
                         Con todo,  cuando el joven Michael Faraday, con diecinueve
                     años, salía de la casa del profesor Tatum, no podía evitar dete-
                     nerse maravillado frente  a las farolas de gas de Dorsett Street,
                     recientemente instaladas. Las farolas hicieron que caminar por





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