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a Schrodinger a la estación de tren y,  ajeno a toda formalidad,
      inmediatamente asaltó al recién llegado con preguntas, críticas,
      réplicas y contrarréplicas. Schrodinger, de cultura burguesa y bas-
      tante mujeriego, quedó atónito ante este recibimiento tan poco
      diplomático, especialmente teniendo en cuenta que todo se había
      organizado para que él mismo se alojara en la casa de los Bohr.
      Lo que Schrodinger no sabía era que,  en la mente imparable de
      Bohr, su invitación era tanto un acto de cortesía como de eficacia.
      Así pudo discutir con él y con Heisenberg día y noche hasta que,
      al cabo de dos días, Schrodinger cayó enfermo. Margrethe le pro-
      veyó de todas las atenciones necesarias, pero no pudo evitar que
      su marido se instalara a la cabecera de la cama del convaleciente
      para seguir su particular charla.
          La cuestión que más preocupaba a Bohr no era tanto que las
      dos formulaciones cuánticas funcionaran, sino que el método de
      Schrodinger se parecía demasiado a lo que el propio Bohr había
      intentado hacer desde 1913 y que, tras una década de intentos,
      había resultado infructuoso: establecer una continuidad entre la
      física clásica y la física cuántica. Mientras Heisenberg necesitaba
      una matemática totalmente nueva -los espacios de Hilbert-,
      Schrodinger, al menos aparentemente, podía continuar usando la
      vieja matemática de los fenómenos ondulatorios. Tenía que haber
      algo incorrecto en ello.
          La reunión, por llamarla de alguna manera, recordó a Bohr
      algo que  había aprendido en casa, en aquellas discusiones que
      su padre mantenía con amigos intelectuales de distintos campos:
      que  el modo de hablar no debe traicionar la incertidumbre de
      los pensamientos. Por eso era urgente entender mejor la validez,
      el significado y las limitaciones de las teorías de Heisenberg y
      Schrodinger. Ese era el espíritu que permea el principio de com-
      plementariedad que desarrolló en los meses siguientes y que Bohr
      presentó en el Congreso de Como en septiembre de 1927.
          El principio de complementariedad se movía a caballo entre
      la física y la filosofía, que es lo que a Bohr más le gustaba. Según
      sus recuerdos, todo se forjó en unas vacaciones en la primavera
     · de 1927, mientras se hallaba esquiando en Noruega. Después, du-
      rante el verano, fue escribiendo sus ideas, o mejor, dictándolas a





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