Page 33 - El cazador de sueños
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zapatillas nuevas. No me gustaría que volvieras a coger la gripe.
Defuniak camina hacia la puerta y se gira. Está impaciente por salir antes de que
el señor Jones cambie de idea, pero también tiene diecinueve años, con la curiosidad
que comportan.
—¿Cómo se ha enterado, si ni siquiera estaba en el examen? Lo vigiló un alumno
de posgrado.
—Me he enterado y punto —dice Jonesy con cierta dureza—. Anda, vete a casa,
desarróllame bien el tema y sigue con tu beca. Yo también soy de Maine, de Derry, y
sé que es mejor ser de Pittsfield que volver a Pittsfield.
—Eso es verdad —dice fervientemente Defuniak—. Gracias. Gracias por darme
una oportunidad.
—Cierra la puerta al salir.
Defuniak (que no se gastará el dinero de las zapatillas en cerveza, sino en enviar
al hospital un ramo de flores para Jonesy) sale y, obediente, cierra la puerta. Jonesy,
de nuevo, hace girar la silla y mira por la ventana. El sol no es fiable, pero tienta.
Como lo de Defuniak ha salido mejor de lo que esperaba, piensa que le apetece salir a
disfrutar del sol antes de que lleguen más nubes de marzo (quizá con nieve incluida).
Tenía planeado comer en el despacho, pero se le ocurre un nuevo plan. Es el peor de
su vida, y de lejos, pero eso Jonesy no puede saberlo. El plan consiste en coger el
maletín y un ejemplar del Phoenix de Boston e ir a Cambridge, al otro lado del río. Se
sentará en un banco y se comerá el bocadillo de huevo y lechuga tomando el sol.
Se levanta para guardar el expediente de Defuniak en el archivador D-F. Su
alumno le ha preguntado cómo lo sabía. Buena pregunta, piensa Jonesy. No, buena,
no, buenísima. Y la respuesta es la siguiente: lo sabía porque… porque a veces lo
sabe. He ahí la única verdad. Si le pusieran una pistola en la cabeza, diría que lo
había averiguado durante la primera clase después de los parciales; diría que David
Defuniak lo llevaba en letras gordas en la frente, letras en fluorescente rojo,
parpadeando culpables: COPIÓN COPIÓN COPIÓN.
Pero sería un cuento chino. Ni sabe, ni ha sabido, ni sabrá leerle a nadie el
pensamiento. De acuerdo, a veces se le encienden cosas en la cabeza: fue como se
enteró del problema de pastillas de su mujer, y deduce que también es como ha
adivinado que Henry, al llamar, estaba chafado (no alucines, tío, que se le notaba en
la voz), pero ahora casi ya no le pasa. La verdad es que desde lo de aquella chica,
Josie Rinkenhauer, no ha ocurrido nada que mereciera el calificativo de anormal.
Quizá en otra época hubiera algo, y quizá tuviera su origen en la infancia y
adolescencia de los cuatro, pero lo que está claro es que ha desaparecido. O casi.
Casi.
Dibuja un círculo alrededor de las palabras «Ir a Derry» que tiene escritas en el
calendario, y coge el maletín. Justo entonces se le ocurre otra idea, repentina y sin
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