Page 29 - El cazador de sueños
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cuchillo.
               —Lo siento.
               —Casi hacía dos años que no era paciente mío. Le asusté. Me cogió… un punto

           de esos. ¿Sabes lo que quiero decir? Jonesy cree que sí.
               —¿La línea?
               Henry suspira, pero a Jonesy no le parece un suspiro de pena, sino de alivio.

               —Exacto. Estuve bastante bestia. Se fue pitando, como si le quemara el culo.
               —Eso no quiere decir que tengas la culpa del infarto.
               —Tendrás razón, pero yo no lo siento así. —Una pausa. Luego, con un matiz de

           humor—: ¿No es un verso de una canción de Jim Croce? ¿Tú estás bien, Jonesy?
               —¿Yo? Sí. ¿Por qué lo preguntas?
               —No sé —dice Henry—. Es que… Desde que he abierto el periódico y he visto

           la foto de Barry en la página de necrológicas, me acuerdo de ti. Quería decirte que
           tuvieras mucho cuidado.

               Jonesy siente un poco de frío alrededor de los huesos (muchos de los cuales no
           tardarán en romperse).
               —¿A qué te refieres exactamente?
               —No sé —dice Henry—; quizá a nada, pero…

               —¿Es la línea?
               Jonesy está inquieto. Hace girar la silla y mira por la ventana, al fortuito sol de

           primavera.  Le  pasa  por  la  cabeza  la  posibilidad  de  que  Defuniak  tenga  problemas
           mentales, de que lleve una pistola (que esté cargado, como se dice en las novelas
           policíacas y de suspense que le gusta leer a Jonesy en su tiempo libre) y Henry, de
           alguna manera, lo haya percibido.

               —No lo sé. Lo más seguro es que sea una reacción mal enfocada por ver la foto
           en la página de muertos. Pero hazme un favor: cuídate, ¿vale?

               —Hombre, si me lo pides tú…
               —Así me gusta.
               —¿Y tú estás bien?
               —Sí, muy bien.

               Jonesy, sin embargo, duda que Henry esté bien, ni mucho ni poco. Está a punto de
           añadir algo, pero justo entonces oye carraspear a sus espaldas, y comprende que debe

           de haber llegado Defuniak.
               —Me alegro —dice, y vuelve a hacer girar la silla. Efectivamente, ya tiene en la
           puerta al de las once, y no parece peligroso: un chico cualquiera con una trenca de lo

           más clasicón, demasiado calurosa para el día que hace. Se le ve delgado, como si
           comiera poco. Lleva un pendiente y el pelo a lo punky, dibujando pinchos sobre su
           mirada  de  preocupación—.  Oye,  Henry,  es  que  he  quedado  con  alguien.  Ya  te

           llamaré.




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