Page 25 - El cazador de sueños
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al norte. De camino pasarán por Bridgton a recoger a Pete, y luego a Beaver, que
           todavía vive cerca de Derry. Cuando se haga de noche estarán en Hole in the Wall, su
           cabaña  de  Jefferson  Tract,  jugando  a  cartas  en  el  salón  y  oyendo  las  canciones

           solitarias del viento en los aleros. Las escopetas estarán apoyadas en el rincón de la
           cocina, y los permisos de caza, colgados en el gancho de la puerta trasera.
               Estará con sus amigos, lo cual siempre es un poco como volver a casa. Durante

           una semana quizá se note menos el filtro polarizador. Recordarán viejos tiempos, se
           reirán de las palabrotas de Beaver, a cuál más gorda, y, si por casualidad hay alguno
           que cace un ciervo, habrá una cosa más que comentar. Juntos siguen funcionando.

           Juntos siguen derrotando al tiempo.
               La  cantinela  de  Barry  Newman  es  un  ruido  ininterrumpido  de  fondo,  muy  de
           fondo. Costillas de cerdo, puré de patatas, mazorcas de maíz goteando mantequilla,

           pastel de chocolate Pepperidge Farm, un bol de Pepsi Cola con cuatro bolas de helado
           flotando, huevos fritos, huevos duros, huevos escalfados…

               Henry asiente en los momentos indicados y lo oye todo sin escuchar. Se trata de
           un truco clásico de la psiquiatría.
               Problemas,  lo  que  son  problemas,  también  los  tienen  Henry  y  sus  amigos  de
           infancia. Beaver, con las mujeres, es un patán; Pete se pasa un poco con el alcohol

           (un  poco  no,  mucho,  considera  Henry),  Jonesy  y  Carla  han  estado  a  punto  de
           divorciarse,  y  Henry  todavía  batalla  con  una  depresión  que  le  parece  tan  atractiva

           como molesta. Vaya, que tienen problemas, pero juntos siguen funcionando, siguen
           sabiendo armarla, y mañana por la mañana estarán juntos. Este año serán ocho días.
           Qué bien.
               —Ya  sé  que  no  debería,  pero  es  que  a  primera  hora  me  entran  unas  ansias…

           Puede  que  esté  bajo  de  azúcar.  Sí,  podría  ser.  Pues  eso,  que  me  comí  el  resto  del
           pastel que había en la nevera. Luego cogí el coche, fui a Dunkin Donuts y pedí una

           docena de manzana y cuatro…
               Henry, cuyos pensamientos siguen ocupados por la cacería anual que empezará
           mañana, no se da cuenta de lo que dice hasta que ya no tiene remedio.
               —  Quizá  seas  un  comedor  compulsivo,  Barry;  quizá  esté  relacionado  con  que

           crees que mataste a tu madre. ¿Te parece posible?
               Barry se queda callado. Henry alza la vista y repara en que Barry Newman le está

           mirando con los ojos tan abiertos que hasta se le ven. Y, aunque Henry sepa que no es
           de recibo seguir tocando la misma tecla, que ni sirve de nada ni está relacionado con
           ninguna terapia, no le apetece parar. Quizá tenga algo que ver con que pensaba en sus

           amigos, pero el motivo principal es ver la cara de sorpresa de Barry y lo blancas que
           se le ponen las mejillas. Henry intuye que lo que le fastidia más de Barry es que esté
           tan  satisfecho  de  sí  mismo.  Su  confianza  interna  en  que  no  hay  necesidad  de

           modificar su comportamiento autodestructivo, y todavía menos de buscar sus raíces.




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