Page 21 - El cazador de sueños
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tener miedo. Casi todo es deducción. Soy el rey de las deducciones. ¡Y el día que se
           pierda  tampoco  le  iría  mal  tenerme  en  el  coche!  Soy  un  experto  en  encontrar  el
           camino.

               Entonces ella coge las llaves; lo hace con rapidez, procurando no tocar los dedos
           de  Pete,  y  él  se  da  cuenta  de  que  la  pelirroja  no  se  reunirá  con  él  en  ningún
           restaurante. No hace falta ningún don especial para adivinarlo. Basta con mirarla a los

           ojos, donde hay más miedo que gratitud.
               —Gra… gracias —dice ella. De repente está midiendo el espacio que hay entre
           los dos, sin muchas ganas de que él lo reduzca.

               —De nada, mujer. ¡Y que no se le olvide! A las cinco y media en el West Wharf.
           Las mejores almejas de esta parte del estado.
               Manteniendo la ficción. A veces hay que mantenerla, al margen de cómo se sienta

           uno. Y, aunque la tarde haya perdido una parte de su alegría, algo queda; Pete ha visto
           la línea, y eso siempre le procura bienestar. Es un simple truquito, pero es agradable

           saber que lo conserva.
               —A las cinco y media —repite ella; pero, al abrir la puerta del coche, la mirada
           que arroja por encima del hombro podría tener por destinatario a un perro que, de no
           ser por la correa, sería capaz de morder. La pelirroja se alegra de que no tengan que

           llevarla  a  Fryeburg.  Tampoco  esta  vez  le  hace  falta  a  Pete  ser  adivino  para  darse
           cuenta.

               Se  queda  debajo  de  la  lluvia,  viéndola  poner  marcha  atrás  para  salir  de  donde
           estaba aparcada en batería. En el momento en que se aleja el Taurus, Pete dibuja con
           la  mano  un  saludo  jovial  de  vendedor  de  coches.  Ella,  un  poco  trastornada,
           corresponde con un leve gesto; y a las cinco y cuarto (hay que ser puntuales, por si

           acaso), como era de esperar, Pete llega al West Wharf y no la encuentra. Pasa una
           hora y sigue sin aparecer. A pesar de ello, se queda un buen rato sentado en la barra,

           bebiendo cerveza y observando el tráfico de la 302. Hacia las seis menos veinte le
           parece verla pasar de largo sin frenar: un Taurus verde a toda pastilla bajo una lluvia
           que se ha vuelto casi torrencial, un Taurus verde que podría (o no) arrastrar un halo
           tenue de color amarillo que se borra de inmediato en el crepúsculo.

               Misma  mierda,  diferente  día,  piensa  Pete;  pero  ahora  ya  no  hay  ni  rastro  de
           alegría, sólo la pena de antes, la pena que se siente como algo merecido, como el

           precio de una traición que no está olvidada del todo. Enciende un cigarrillo (de niño
           simulaba que fumaba, pero ahora ya no hace falta fingir) y pide otra cerveza. Milt se
           la sirve, pero dice:

               —Oye, Peter, ¿no quieres comer nada con las cervezas? Te sentaría bien.
               De ahí que Pete pida una ración de almejas fritas, y hasta se coma unas cuantas
           con salsa tártara para acompañar otro par de cervezas. En un momento de la tarde,

           antes  de  desplazarse  a  otro  local  donde  le  conozcan  menos,  intenta  telefonear  a




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