Page 26 - El cazador de sueños
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— ¿A que crees que la mataste? —pregunta Henry.
Lo dice tranquilamente, casi como un simple comentario.
— ¿Yo? Yo no… Me ofende que…
—Ella venga llamar, diciendo que le dolía el pecho; pero claro, lo decía tan a
menudo… ¿No? Una semana de cada dos. A veces parecía que fuera cada dos días.
Venga llamarte desde el piso de arriba: «Barry, llama al doctor Withers. Barry, llama
a una ambulancia. Barry, llama a urgencias.»
Hasta ahora nunca habían hablado de los padres de Barry. A su manera, suave,
obesa, impecable, Barry no lo permitirá. Hablará un poco de ellos (o parecerá que
hable de ellos), pero de repente, ¡bingo!, volverá a sus comentarios sobre el cordero
asado, o el pollo, o el pato con salsa de naranja… El inventarío de siempre. Henry no
sabe nada de los padres de Barry, al menos de boca de su paciente, y aún sabe menos
del día en que murió su madre; el día en que se cayó de la cama y se meó en la
alfombra sin parar de llamar a su hijo: ciento ochenta kilos de asquerosa gordura,
llamando, llamando… No puede saber nada porque no se lo han dicho, pero lo sabe.
Y entonces Barry estaba más delgado; en comparación, con sus ochenta y cinco kilos,
estaba incluso esbelto.
Es la línea en versión de Henry. Ver la línea. Ya debe de hacer cinco años que
Henry no la ve, salvo en algunos sueños; lo daba por terminado, pero vuelve a
ocurrir.
—Tú estabas sentado delante de la tele, oyéndola gritar —dice—. Mirabas la tele
y comías…
¿Qué? ¿Un pastel de queso? ¿Un tazón de helado? No lo sé, pero la dejaste gritar.
—¡Ya vale!
— La dejaste gritar, y la verdad es que no me extraña, porque llevaba toda la vida
quejándose de lo mismo. No eres tonto. Sabes que es verdad. Son cosas que pasan.
Creo que eso también lo sabes. Te has montado una obra de Tennessee Williams por
la sencilla razón de que te gusta comer, pero voy a decirte una cosa que no crees: que
al final te matará, te matará de verdad. En el fondo no te lo crees, pero es verdad.
Ahora ya te late el corazón como cuando entierran a alguien vivo y da puñetazos en
la tapa del ataúd. Con treinta y cinco kilos más, o cuarenta y cinco, ¿qué pasará?
—Calla…
— Mira, Barry, el día que te caigas será como cuando se cayó la torre de Babel.
Los que lo vean se pasarán años comentándolo. Se caerán los platos de las alacenas,
y…
— ¡Que ya vale!
Barry se ha incorporado (esta vez no le ha hecho falta la ayuda de Henry), y está
blanco como un muerto, menos por dos rosas silvestres que le crecen en las mejillas.
—… se saldrá el café de las tazas, y te mearás encima igual que ella…
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