Page 16 - El cazador de sueños
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Se abre la puerta y entra una pelirroja guapa: sobre el metro setenta y cinco (a
Pete le gustan altas), y de unos treinta años. Mira fugazmente los modelos expuestos
(la estrella es el Thunderbird nuevo en granate oscuro, aunque tampoco está mal el
Explorer), pero no parece interesada en comprar nada. Luego ve a Pete y se acerca.
Pete se levanta, deja el llavero de la NASA encima del libro de registro y se reúne
con la pelirroja en la puerta del despacho. Para entonces ya se ha puesto su mejor
sonrisa profesional (doscientos vatios, nena) y ofrece la mano. El apretón de ella es
tibio y firme, pero está preocupada.
—No creo que pueda ayudarme —dice.
—Eso a un vendedor de coches nunca se le dice —contesta Pete—. Nos encantan
los desafíos. Soy Pete Moore.
—Hola —dice ella, pero no da su nombre, que es Trish—. He quedado en
Fryeburg dentro de… —Mira el reloj que tan atentamente consulta Pete durante las
largas horas de la tarde—. Tres cuartos de hora. Me espera un cliente que quiere
comprar una casa, y me parece que tengo una que le gustará; me juego una comisión
bastante interesante, y… —Se le han llenado los ojos de lágrimas, y tiene que tragar
saliva para que no se le ponga ronca la voz—. ¡… y he perdido las puñeteras llaves!
¡Las del coche! Abre el bolso y hurga dentro.
—Pero tengo la documentación… y algunos papeles… Hay la tira de números, y
he pensado que si me hace usted, no sé, una copia, aún podré acudir a la cita. Con
esta venta podría salvar el año, señor…
Se le ha olvidado. Pete no se ofende. Moore es casi tan normal como Smith o
Jones. Además, está disgustada. ¿Y quién no, habiendo perdido las llaves? Pete lo ha
visto cien veces.
—Moore. Pero también se me puede llamar Pete.
—¿Podría ayudarme, señor Moore? ¿O hay alguien más en el departamento de
servicios que pueda solucionármelo?
Dentro está el vejete de Johnny Damon, que estaría encantado de ayudarla, pero
entonces seguro que no llegaría a tiempo a Fryeburg.
—Aquí podemos hacerle llaves nuevas, pero habría que calcular entre
veinticuatro y cuarenta y ocho horas —dice—. Más lo segundo.
Ella le mira con ojos llorosos, ojos de un marrón aterciopelado, y profiere un
gritito de consternación.
—¡Mierda! ¡Mierda!
Entonces Pete tiene una idea peculiar: la tal Trish se parece a una conocida de
hace mucho tiempo. No tenían mucha relación. La justa para que él le salvara la vida
a ella. Se llamaba Josie Rinkenhauer.
—¡Lo sabía! —dice Trish, que ya no intenta disimular su ronquera—. ¡Estaba
segurísima!
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