Page 13 - El cazador de sueños
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Lindley, que también mola.
               Kent y Sean Robideau confirman que Lindley mola; no es un dios de la guitarra
           (como Mark Knopfler, de los Diré Straits, o Angus Young, de AC/DC; o Clapton,

           claro), pero molar, lo que se dice molar, mola. Se pega unos solos de la hostia y lleva
           melenas hasta el hombro, en plan rasta.
               Beaver no participa en la conversación. De repente tiene ganas de salir de aquel

           garito y respirar un poco de aire puro. Ya ve por dónde va George, y es mentira.
               No se llamaba Chantay. No sabes ni cómo se llamaba. Pasó de largo como si ni
           existieras; qué caso quieres que te haga una tía así, si debe de verte como el típico

           peludo de clase baja de la típica ciudad obrera de Nueva Inglaterra. Subió al autobús
           del grupo, y fijo que no vuelves a verla en tu vida. Tu mierda de vida, que no tiene
           ningún interés. Eso, los Chantays. El grupo que suena son los Chantays; ni los Mar-

           Kets ni los BarKays. Los Chantays. Es Pipeline, de los Chantays, y lo que tienes en el
           cuello no es ningún chupetón, es que te has cortado al afeitarte.

               Eso piensa Beaver, y luego oye llorar. No en el Free Street, sino en su cabeza. Un
           llanto  de  hace  mucho  tiempo,  un  llanto  que  se  te  mete  en  el  cerebro  y  es  como
           cristales rotos. ¡Fóllame, Freddy! ¡Que alguien lo haga callar, coño!
               El que lo hizo callar fui yo, piensa Beaver. Conseguí que no llorara más. Le cogí

           en brazos y le canté.
               George Pelsen, mientras tanto, les cuenta que al final se abrió la puerta de los

           camerinos,  pero  que  no  salió  Jackson  Browne  ni  David  Lindley,  sino  el  trío  de
           coristas,  que  se  llamaban  Randi,  Susi  y  Chantay.  Tres  tías  altas  que  estaban  de
           muerte.
               —¡Jodeer! —dice Sean poniendo los ojos en blanco. Es un tío tirando a gordo

           cuyas hazañas sexuales consisten en algún que otro viaje a Boston, donde ve a las que
           hacen striptease en el Foxy Lady y a las camareras del Hooters—. ¡Cómo estaría la

           Chantay!
               Hace en el aire gestos de masturbarse, y piensa Beaver: al menos en esto sí que
           parece un experto.
               —Total, que me pongo a hablar con ellas… bueno, más que nada con la que se

           llamaba Chantay, y le digo que si quiere ver la marcha de Portland. Y va la tía…
               Beaver se saca un mondadientes del bolsillo y se lo mete en la boca, aislándose de

           la conversación. De repente el palillo es lo que más ansia. Ni la cerveza que tiene
           delante ni el porro del bolsillo, y menos a George Pelsen dando la tabarra con lo bien
           que se lo montaron él y la mítica Chantay en la parte de atrás de la camioneta. ¡Suerte

           de  la  capota!  Porque  George,  cuando  saca  las  herramientas,  no  está  para  que  le
           molesten.
               No alucines tanto, chaval, piensa Beaver. De repente lo ve todo negrísimo, más

           que nunca desde que Laurie Sue cogió los bártulos y volvió a casa de su madre. En él




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