Page 18 - El cazador de sueños
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—Es que he quedado a…
               —Aún le quedan cuarenta minutos. Ahora que se han ido los turistas, se llega a
           Fryeburg en veinte minutos. Buscaremos las llaves durante diez minutos y, si no las

           encontramos, la llevo yo.
               Ella le observa, dudosa.
               La mirada de Pete se aparta de la chica y penetra en otro despacho.

               —¡Dick! —exclama—. ¡Eh, Dickie!
               Dick Macdonald levanta la vista de un revoltijo de facturas.
               —Dile a esta señorita que no le pasará nada si la llevo en coche a Fryeburg.

               —No  es  peligroso,  señora  —dice  Dick—.  Ni  es  un  obseso  sexual  ni  conduce
           demasiado deprisa. Sólo querrá venderle un coche nuevo.
               —Soy dura de roer —dice ella, sonriéndose un poco—, pero bueno, adelante.

               —¿Me coges tú el teléfono, Dick? —pide Pete.
               —¡Uy,  difícil  me  lo  pones!  Con  este  tiempo,  tendré  que  apartar  a  palos  a  los

           compradores.
               Pete  y  la  pelirroja  (Trish)  salen,  cruzan  la  calle  y  recorren  los  diez  o  quince
           metros  que  hay  hasta  la  calle  mayor.  La  farmacia  es  el  segundo  edificio  a  mano
           izquierda. Ahora arrecia la llovizna, que casi es lluvia. Ella se cubre el cabello con el

           pañuelo nuevo y mira fugazmente a Pete, que lleva la cabeza descubierta.
               —Se está mojando —dice.

               —Soy del norte del estado —dice él—. Arriba somos gente dura.
               —Y ¿cree que las encontrará? —pregunta ella.
               Pete se encoge de hombros.
               —Puede. Se me da bien buscar. Es de nacimiento.

               —¿Sabe algo que no sepa yo? —pregunta ella.
               Ni rebotes ni partidos, piensa él. Como mínimo eso.

               —No —dice—. De momento no.
               Entran en la farmacia, haciendo sonar la campanilla de encima de la puerta. La
           chica del mostrador interrumpe la lectura de una revista. Son las tres y veinte de una
           tarde lluviosa de septiembre, y, aparte de los tres y el señor Yates (que está arriba, en

           el despacho), no hay nadie.
               —Hola, Pete —dice la dependienta.

               —¿Qué tal, Cathy?
               —Aquí, pasando el rato, que no pasa ni a tiros. —Mira a la pelirroja—. Lo siento,
           señora, pero he vuelto a buscar y no las he encontrado.

               —Tranquila —dice Trish con media sonrisa—. Me ha dicho este señor que me
           llevará en coche.
               —Ya —dice Cathy—. Pete es de fiar, pero tanto como para llamarle «señor»…

               —Oye, niña, cuidado con lo que dices —le dice Pete con una sonrisa de burla.




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