Page 40 - El cazador de sueños
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Lo que le sorprendió fue que todavía le gustara estar en la cabaña, y en ciertos
aspectos más que antes. Las conversaciones nocturnas sobre libros, política, las
gamberradas de la juventud, sus respectivos planes de futuro… Todos eran
treintañeros, una edad en que aún se pueden hacer planes, muchos planes, y los lazos
de amistad se mantenían sólidos.
Además eran días felices, incluidas sus horas de soledad en el observatorio.
Jonesy se llevaba un saco de dormir, y si tenía frío se lo ponía hasta la cintura.
También se llevaba un libro y un walk-man. El walk-man dejó de escucharlo al
segundo día, al darse cuenta de que le gustaba más la música del bosque: la seda del
viento en los pinos, la herrumbre de los cuervos… Leía un poco, tomaba café, seguía
leyendo y a veces salía del saco de dormir (rojo como un semáforo en rojo) para mear
al borde de la plataforma. Era un hombre dotado de familia numerosa y un círculo
nutrido de colegas, una persona gregaria que disfrutaba con todas las modalidades de
relación concitadas por la familia y los colegas de trabajo (y los alumnos, claro, el
flujo interminable de alumnos), y que sabía equilibrarlas.
Solo encima del árbol, comprobaba que seguía existiendo la atracción del
silencio, y que se conservaba poderosa. Era como volver a ver a un viejo amigo tras
una larga ausencia.
—Oye, ¿seguro que te apetece subir? —le había preguntado Henry la mañana
anterior—. Lo digo porque, si quieres acompañarme, por mí perfecto. Te prometo que
no abusaremos de tu pierna.
—Déjale —dijo Pete—. Le gusta estar arriba. ¿A que sí, Jonesito?
—Si tú lo dices… —contestó él, porque no le apetecía explayarse más (diciendo,
por ejemplo, hasta qué punto era verdad que disfrutara). Hay cosas que cuesta
decirlas, hasta a los amigos, y hay veces, además, en que ellos ya las saben.
—¿Sabes qué? —intervino Beaver. Cogió un lápiz y empezó a mordisquearlo. Era
el más viejo y querido de sus tics, que se remontaba a primero de básica—. Que me
gusta volver y verte arriba, como el vigía en los libros de aventuras en el mar. Por si
hay moros en la costa.
—¡Leven anclas! —dijo Jonesy; y todos rieron, pero Jonesy comprendía las
palabras de Beaver. Las sentía. Moros en la costa. El pensando en lo suyo, y
vigilando por si aparecían otros barcos, tiburones o lo que fuera. Al volver a bajar le
dolía la cadera, y le pesaba en la espalda toda la quincalla de la mochila; descender
uno a uno los peldaños de madera clavados en el tronco del arce le daba la sensación
de ser lento y patoso, pero no era grave. Al contrario. Las cosas cambian, pero el que
crea que siempre cambian a peor es tonto.
Eso creía entonces.
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