Page 43 - El cazador de sueños
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Jonesy se aproximaba a un estado mítico al que la gente que no había sido atropellada
           se refería como «recuperado del todo», pero nunca había elevado tanto la voz como
           en aquel momento. Era una orden, casi un grito.

               Y se tensó, se tensó el dedo en el gatillo. No llegó a aplicar el último medio kilo
           de  presión  (a  menos  que  hubiera  bastado  con  un  cuarto,  doscientos  cincuenta
           gramitos de miseria), pero se tensó. La voz que lo detuvo fue la del segundo Jonesy,

           el que se había despertado en el hospital de Massachusetts drogado, desorientado y
           dolorido, perdidas todas las certezas salvo la de que alguien quería que parara algo,
           de que alguien no aguantaba más (no sin una inyección), de que alguien quería que

           viniera Marcy.
               Todavía no, había dicho el nuevo Jonesy, el cauteloso; espera y observa. Y, entre
           las dos voces, había hecho caso a la segunda. Permaneció completamente inmóvil,

           aguantando casi todo el peso de su cuerpo con la pierna izquierda, la sana, y con el
           cañón en un ángulo de treinta y cinco grados por el túnel de luz y ramas.

               Justo  entonces,  el  cielo  blanco  soltó  los  primeros  copos  de  nieve.  Fue  cuando
           Jonesy vio una raya vertical de color naranja chillón detrás de la cabeza del ciervo.
           Parecía que la hubiera conjurado la nieve. Por unos instantes, la percepción se rindió,
           y lo que veía Jonesy encima del cañón de la escopeta se convirtió en mero e inconexo

           revoltijo, como una paleta de pintor con todos los colores mezclados. No había ciervo
           ni hombre; ni siquiera había bosque, sólo una mezcla enigmática de negro, marrón y

           naranja sin orden ni concierto.
               Después  apareció  más  naranja,  dibujando  una  forma  que  tema  sentido:  era  un
           gorro  de  los  de  orejeras  abatibles.  Los  compraban  los  turistas  en  L.  L.  Bean,  a
           cuarenta y cuatro dólares y con una etiquetita interior donde ponía HECHO EN USA

           CON ORGULLO POR TRABAJADORES SINDICADOS. En la tienda de Gosselin
           también los vendían, pero por siete dólares. En las etiquetas de los gorros de Gosselin

           sólo ponía MADE IN BANGLADESH.
               El  gorro  confirió  nitidez  a  la  espantosa  verdad:  lo  marrón  que  había  tomado
           Jonesy por una cabeza de ciervo era la parte delantera de una chaqueta de lana, lo
           negro del ojo del ciervo, un botón, y las astas sólo eran más ramas: las del propio

           árbol  donde  estaba  sentado  Jonesy.  Llevar  chaqueta  marrón  en  el  bosque  era  una
           imprudencia (Jonesy no se atrevía a emplear la palabra locura), pero a Jonesy seguía

           desorientándole haber sido capaz de un error cuyas consecuencias podrían haber sido
           espeluznantes.  Porque  el  hombre,  además,  llevaba  gorro  naranja,  ¿no?  Y  chaleco
           naranja encima de la chaqueta marrón (cuya imprudencia seguía sin admitir dudas).

           Estaba…
               … estaba a medio kilo de presión digital de la muerte. O menos.
               Lo  comprendió  de  golpe,  visceralmente,  y  el  impacto  le  expulsó  de  su  propio

           cuerpo.  Por  espacio  de  un  momento  terrible  y  luminoso,  un  momento  que  jamás




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