Page 42 - El cazador de sueños
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prudente. Porque es posible que aceche la muerte, y es posible, alguna vez, que ande
tu nombre en su boca.
En fin: lo pasado, pasado. Había sobrevivido al roce de la muerte, y aquella
mañana, en aquel bosque, lo único a punto de morir era un ciervo (esperaba que
macho) que había tomado el rumbo equivocado.
El ruido de follaje y ramas rotas se acercaba a Jonesy por el sudoeste, es decir,
que no tendría que disparar alrededor del tronco del arce (muy bien), y tenía el viento
de cara. Todavía mejor. El arce había perdido casi todas sus hojas, y Jonesy, por el
entrelazo de las ramas, disfrutaba de buena visión, que no perfecta. Levantó la
Garand, se acomodó la culata en el hueco del hombro y se dispuso a cazar algo que
daría que hablar.
Lo que salvó a McCarthy (al menos entonces) fue que Jonesy le hubiera perdido
el gusto a la caza. Lo que estuvo a punto de matarle fue un fenómeno que George
Kilroy, amigo del padre de Jonesy, llamaba «fiebre ocular». Según Kilroy, la fiebre
ocular era una modalidad de la llamada «fiebre del ciervo» (el arrebatamiento del
novato al divisar su primera pieza), además, probablemente, de la segunda causa más
frecuente de muerte en accidentes de caza. «La primera es el alcohol», decía George
Kilroy, y algo sabían del tema tanto él como el padre de Jonesy. «La primera siempre
es el alcohol.»
Decía Kilroy que las víctimas de la fiebre ocular siempre se sorprendían de haber
disparado contra un poste, un coche en movimiento, el lateral de un cobertizo o su
propio compañero de caza (que en muchos casos también era cónyuge, hermano o
hijo). «¡Pero si lo he visto!», protestaban; y, a decir de Kilroy, la mayoría habría
pasado con éxito la prueba del detector de mentiras. Habían visto al ciervo, oso, lobo
o, más humildemente, al urogallo batiendo sus alas entre las hierbas altas del otoño.
Lo habían visto.
Según Kilroy, la explicación era que los cazadores sucumbían a la impaciencia de
disparar, de hacer algo para bien o para mal. Su nerviosismo llegaba a tal extremo
que, para aliviar la tensión, el cerebro convencía al ojo de estar viendo lo que todavía
no era visible. Era la fiebre ocular. Y aunque Jonesy no tuviera la impresión de estar
nervioso (había enroscado la tapa roja en el cuello del termo con un pulso impecable),
más tarde, en su fuero interno, reconoció que sí, que quizá hubiera sido víctima de
aquella dolencia.
Hubo unos segundos en que vio al ciervo con claridad, al final del túnel formado
por las ramas entrelazadas; la misma claridad con que había visto a los otros dieciséis
de su historial de cazador en Hole in the Wall (seis machos y diez hembras). Vio su
cabeza marrón, un ojo tan negro que parecía de azabache y hasta una parte del lomo.
¡Dispara!, exclamó una parte de él: el Jonesy de antes del accidente, el Jonesy
entero. Hacía cerca de un mes que se le oía hablar con más frecuencia, a medida que
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