Page 44 - El cazador de sueños
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olvidaría, no fue ni Jonesy Uno (el Jonesy confiado de antes del accidente) ni Jonesy
           Dos (el superviviente, más indeciso, que pasaba mucho tiempo en un estado agotador
           de  incomodidad  física  y  confusión  mental).  Por  un  momento  fue  otro  Jonesy,  una

           presencia  invisible  mirando  a  un  hombre  armado  que  estaba  de  pie  encima  de  un
           árbol,  en  una  plataforma.  El  hombre  armado  tenía  el  pelo  corto  y  canoso,  arrugas
           alrededor de la boca, sombra de barba en las mejillas y el rostro demacrado. Estaba a

           punto  de  usar  el  arma.  En  torno  a  su  cabeza  habían  empezado  a  oscilar  copos  de
           nieve, y en su camisa de franela marrón, con los faldones fuera del pantalón, la luz;
           estaba a punto de pegarle un tiro a un hombre con gorro y chaleco naranjas, como los

           que se habría puesto él si, en vez de subir a aquel árbol, hubiera optado por ir al
           bosque con Beaver.
               Recayó en sí con un impacto sordo, como cuando se pasa muy deprisa por un

           bache  y  choca  la  espalda  con  el  asiento  del  coche.  Entonces  se  dio  cuenta,
           horrorizado, de que seguía apuntando al hombre con la Garand, como si, en lo más

           profundo de su cerebro, un tozudo caimán se resistiera a desechar la idea de que el de
           la chaqueta marrón fuera una presa. Y había algo peor: que el dedo se negara a aflojar
           la presión sobre el gatillo de la escopeta. De hecho, durante uno o dos segundos de
           tortura, llegó a creer que seguía apretando, que consumía inexorablemente los últimos

           gramos que se interponían entre él y el mayor error de su vida. Más tarde aceptó que
           esto último, al menos, había sido una ilusión, parecida a la sensación de ir en marcha

           atrás cuando se tiene puesto el freno y, con el rabillo del ojo, se ve pasar un coche a
           velocidad de tortuga.
               No,  sólo  estaba  paralizado,  pero  ya  era  bastante  grave.  Un  infierno.  Piensas
           demasiado, Jonesy, decía Pete al sorprender a su amigo con la mirada ausente, ajeno a

           la  conversación.  Probablemente  quisiera  decir  otra  cosa:  «Tienes  demasiada
           imaginación,  Jonesy.»  Y  muy  probablemente  fuera  verdad.  Estaba  claro  que  ahora

           imaginaba  demasiadas  cosas,  ahora  que  estaba  de  pie  en  el  árbol,  expuesto  a  las
           primeras nieves de la temporada, con mechones de pelo rebelde y el dedo en el gatillo
           de la Garand, sin presionarlo (como temiera unos segundos) pero sin soltarlo, con el
           hombre tan cerca que casi estaba a sus pies, y la mira del arma en la parte superior del

           gorro naranja; con la vida del hombre puesta en un cable invisible entre la boca de la
           Garand y aquella cabeza cubierta con un gorro, la vida de alguien que quizá estuviera

           meditando si cambiaba de coche, engañaba a su mujer o le compraba un poni a su
           hija mayor (Jonesy, más tarde, dispondría de pruebas para saber que McCarthy no
           pensaba en ninguna de las tres cosas, pero no las tenía estando en el árbol con el

           índice convertido en gancho pétreo alrededor del gatillo de su escopeta). Alguien que
           ignoraba lo mismo que Jonesy al pisar el bordillo de la calle de Cambridge, con el
           maletín en una mano y en la otra un ejemplar del Phoenix de Boston: que tenía cerca

           a la muerte, quizá a la propia Muerte, un personaje apresurado, como salido de una de




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