Page 49 - El cazador de sueños
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Para estar en bosque virgen, Hole in the Wall era una cabaña bastante lujosa. Se
entraba por la sala grande de la planta baja, síntesis de cocina, comedor y salón, pero
detrás había dos dormitorios, y arriba, en el altillo, otro. La sala grande estaba
impregnada de aroma a pino, madera que le prestaba un color cálido, con brillos de
barniz. En el suelo había una alfombra navajo, y en la pared, un tapiz de los indios
micmac con una escena de cazadores con cuerpecito de palo rodeando valientemente
a un oso enorme. La zona del comedor estaba definida por una mesa sencilla de roble,
bastante larga para que cupiesen ocho comensales. La cocina era de leña. La zona de
estar contaba con una chimenea. Cuando estaban encendidas las dos, hacía un calor
que atontaba, aunque la temperatura exterior fuera de diez bajo cero. La pared oeste
era una gran ventana con vistas a una ladera empinada y de gran extensión. En los
años setenta había habido un incendio, y de la nieve, cada vez más tupida,
despuntaban troncos negros y muertos, de retorcidas ramas. Jonesy, Pete, Henry y
Beaver llamaban a aquella ladera «el Barranco», porque era el nombre que le habían
puesto el padre de Beaver y sus amigos.
—¡Gracias, Dios mío! Y a usted también. Gracias —dijo a Jonesy el hombre del
gorro naranja.
Viendo la mueca divertida de Jonesy (¡cuánto dar las gracias!), el hombre
reaccionó con una risa estridente, como diciendo que sí, que se daba cuenta de que
era un poco raro, pero que le salía del alma. Después respiró hondo varias veces,
como haciendo ejercicios de yoga. A cada respiración decía algo.
—¡Jolines! En serio que ayer por la noche ya me daba por muerto… Hacía un
frío… una humedad… Me acuerdo de que pensé: ¡Ay, Dios mío, sólo falta que nieve!
Me puse a toser y no paraba. Entonces vino algo y pensé que tenía que parar de toser,
porque como fuera un oso, o a saber qué bicho… vaya, que lo provocaría, o… Pero
no pude, y después de un rato… Se marchó solo.
—¿Vio un oso de noche?
Jonesy estaba tan fascinado como consternado. Ya le habían contado que allí
arriba había osos (al viejo Gosselin y sus tertulianos de la tienda les encantaba contar
historias de osos, sobre todo a los turistas), pero la idea de que a aquel hombre, solo y
perdido en el bosque, le hubiera amenazado uno en plena noche, era de auténtico
terror. Como oírle a un marinero una anécdota sobre un monstruo marino.
—No sé qué era —dijo el hombre. De repente miró a Jonesy de reojo, una mirada
maliciosa que a Jonesy no le gustó, y que no supo interpretar—. No estoy seguro,
porque entonces ya no había relámpagos.
—¿Relámpagos? ¡Caray!
Se notaba que la angustia del hombre era sincera. De lo contrario, Jonesy habría
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