Page 47 - El cazador de sueños
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           A unos diez metros de la placa de granito que servía de porche a Hole in the Wall, el
           hombre de la chaqueta marrón y el gorro naranja volvió a caerse. También se le cayó

           el gorro, cuya ausencia dejó a la vista una mata de pelo castaño, ralo y sudado. Se
           quedó apoyado en una rodilla y con la cabeza inclinada. Jonesy oía su respiración,
           rápida y jadeante.

               El hombre recogió el gorro y, justo cuando volvía a ponérselo, le llamó Jonesy.
               El hombre hizo el esfuerzo de levantarse y dio media vuelta con movimientos

           torpes. La primera impresión de Jonesy fue que tenía la cara muy larga, casi como las
           que suelen describirse como «de caballo», pero luego, al acercarse más (con paso un
           poco renqueante, pero sin llegar a cojear, lo cual era una suerte, porque el suelo que
           pisaba  se  estaba  poniendo  resbaladizo  por  momentos),  vio  que  el  rostro  de  aquel

           individuo no destacaba por ninguna longitud especial. Sólo estaba muy asustado, y
           muy, muy pálido. Se le destacaba mucho en la mejilla la manchita roja que le había

           quedado de rascarse. Su alivio, al ver aproximarse a Jonesy a buen paso, fue grande e
           inmediato. Jonesy estuvo a punto de reírse de sí mismo, de haberse quedado en la
           plataforma con miedo de que el otro le leyera en los ojos lo que se había logrado
           evitar por los pelos. El del gorro ponía cara de querer abrazarle y cubrirle de besos

           babosos.
               —¡Menos mal! —exclamó. A continuación tendió una mano a Jonesy y progresó

           en su dirección por la capa fina de nieve recién formada—. ¡Gracias a Dios que le
           encuentro! Me he perdido. Llevo desde ayer perdido en el bosque. Ya empezaba a
           tener miedo de morirme aquí. Me… me…
               Le resbalaron los pies, y Jonesy le cogió por los bíceps. Era grande: más alto que

           Jonesy (que ya medía un metro ochenta y cinco), y más corpulento. A pesar de ello, la
           impresión  inicial  de  Jonesy  fue  de  insustancialidad,  como  si  el  miedo,  de  alguna

           manera,  hubiera  ahuecado  a  aquel  individuo,  dejándole  ligero  como  una  vaina  de
           algodón.
               —¡Cuidado, hombre! —dijo Jonesy—. Tranquilo, que ahora ya está a salvo. ¿Le

           parece que pasemos, y así entra un poco en calor? ¿Eh?
               Al  hombre  empezaron  a  castañetearle  los  dientes,  como  si  la  palabra  «calor»
           hubiera sido el detonante.

               —Ss… sí, claro.
               Intentó  sonreír  sin  mucho  éxito.  Jonesy  volvió  a  sorprenderse  de  su  palidez
           extrema. La mañana era fría, con una temperatura de unos cuantos grados bajo cero,

           pero las mejillas del hombre conservaban un color ceniciento, plomizo. En su cara,
           aparte de la manchita roja, la única nota de color era el marrón de las ojeras.
               Jonesy le pasó un brazo por los hombros; de repente, aunque pareciera absurdo, le



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