Page 50 - El cazador de sueños
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empezado a sospechar que le tomaban el pelo. A decir verdad, ya tenía sus dudas.
—Sí, de esos sin rayo —dijo el hombre, sin darle importancia. Se rascó la mancha
roja de la mejilla, que quizá se debiera a la congelación—. En invierno es señal de
que viene tormenta.
—¿Y usted lo vio? ¿Ayer por la noche?
—Me parece que sí. —El hombre volvió a mirar de reojo, pero Jonesy, esta vez,
no percibió ninguna malicia, y supuso que lo de antes sólo había sido una falsa
impresión. Lo único que vio fue agotamiento—. Se me mezcla todo en la cabeza.
Desde que me perdí me duele la barriga… Me pasa desde niño: a la que tengo miedo,
me duele la tripita…
Justamente, pensó Jonesy, parecía eso: un niño, mirándolo todo con la naturalidad
de la infancia. Le llevó hacia el sofá que había delante de la chimenea, y el hombre se
dejó conducir.
Tripita. Hasta ha dicho tripita, como los niños pequeños.
—Déme el abrigo —dijo Jonesy.
El hombre empezó desabrochando los botones, y a continuación se dispuso a
bajar la cremallera interior. Jonesy, entonces, volvió a pensar en cuando le había
confundido con un ciervo, y ni más ni menos que un macho. ¡Joder! Había
confundido uno de los botones con un ojo, y había estado a punto de pegarle un tiro.
El hombre se bajó la cremallera hasta la mitad, que fue donde se le quedó
enganchada, con un lado de la boquita dorada mordiendo la tela. Entonces se la
quedó mirando (¡y con qué asombro!), como si fuera la primera vez que veía algo así,
y, cuando Jonesy avanzó la mano hacia el cursor, el otro dejó caer los brazos y
permitió que lo cogiera, como un alumno de primero que se pone la bota en el pie
equivocado, o la chaqueta al revés, y se queda quieto para que lo arregle la profe.
Jonesy consiguió encarrillar la boquita de oro y la bajó hasta el final. Al otro lado
del ventanal iba desapareciendo el Barranco, aunque seguían viéndose los garabatos
negros de los árboles. Ya hacía casi treinta años que venían a cazar, casi treinta años
sin fallar ni una vez, y en todo ese tiempo no habían presenciado ninguna nevada
fuerte. Por lo visto se avecinaba una, aunque a saber, porque en la radio y la tele,
últimamente, hablaban de diez centímetros de nieve como si fuera la siguiente
glaciación.
El hombre permaneció de pie con la chaqueta desabrochada, mientras se le fundía
la nieve de las botas, mojando el suelo de madera pulida. Miraba las vigas,
boquiabierto, y en efecto, parecía un niño de seis años. O Duddits. Sólo le faltaba
tener guantes de punto colgando con ganchitos de las mangas. Se quitó la chaqueta
con el típico gesto de los niños, encoger los hombros para que se caiga sola. Si no
hubiera estado Jonesy para cogerla, habría acabado en el suelo, absorbiendo los
charcos de nieve derretida.
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