Page 45 - El cazador de sueños
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las primeras películas de Ingmar Bergman, algo con un instrumento escondido en los
pliegues rasposos de la túnica. Quizá unas tijeras. O un escalpelo.
Y lo más grave era que el hombre no moriría, al menos de repente. Caería al suelo
y se pondría a gritar, como Jonesy en la calle. Jonesy no recordaba haber gritado,
pero seguro que sí, porque se lo habían contado y no tenía ninguna razón para
dudarlo. Seguro que había chillado como un energúmeno. ¿Y si el de la chaqueta
marrón y los complementos naranjas empezaba a gritar llamando a Marcy? Parecía
muy difícil, pero una cosa era la verdad y otra que el cerebro de Jonesy captara gritos
llamando a Marcy. Si existía la fiebre ocular, si Jonesy era capaz de mirar una
chaqueta marrón de hombre y ver una cabeza de ciervo, no había ninguna razón para
que no existiera su equivalente auditivo. Oír gritar a alguien, y saberse el causante.
¡No, por Dios! A pesar de todo, el dedo se negaba a soltar el gatillo.
El remedio a su parálisis llegó de manos de algo tan sencillo como inesperado:
estando a unos diez pasos de la base del árbol de Jonesy, el hombre de la chaqueta
marrón se cayó. Jonesy le oyó emitir un ruido de dolor y sorpresa, algo así como
¡bruf! Entonces su dedo soltó el gatillo, sin que mediara ninguna reflexión.
El hombre se había quedado a gatas, apoyando en el suelo (ya un poco blanco) los
cinco dedos de sus manos, protegidas con guantes marrones. (Guantes marrones. Otra
equivocación. Jonesy pensó que sólo le faltaba pasearse con un letrero de
¡PEGADME UN TIRO! enganchado con celo en la espalda.) Cuando volvió a estar
de pie, habló en voz alta con un tono de angustia y sorpresa. Jonesy, al principio, no
se dio cuenta de que lloraba.
—¡Ay, Dios mío! —decía el hombre, mientras recuperaba su postura erecta.
Se balanceaba como si estuviera borracho. Jonesy sabía que los hombres que
pasan una semana o un fin de semana en el bosque, sin sus familias, cometen toda
clase de pecadillos, y que beber alcohol a las diez de la mañana figura entre los más
habituales, pero no le parecía que el de la gorra estuviera borracho. Intuía que no,
aunque sin basarse en nada concreto.
—¡Ay, Dios mío! —Y luego, al volver a caminar—: Nieve. Ahora nieva. ¡Ay,
Dios mío, ahora nieva! ¡Señor, Señor!
Los primeros dos o tres pasos fueron titubeantes, con poco equilibrio. Jonesy
empezó a pensar que le había fallado la intuición, y que aquel tío estaba como una
cuba. Entonces el hombre redujo el paso y empezó a caminar con mayor regularidad,
rascándose la mejilla derecha.
Pasó justo debajo del observatorio. Por unos instantes ya no fue un hombre, sino
el círculo naranja de una gorra, y a cada lado un hombro marrón. Subía su voz,
líquida y con lágrimas. Predominaba el «ay, Dios mío», sazonado con algún «Señor,
Señor» o «ahora nieva».
Jonesy se quedó donde estaba, viendo desaparecer al hombre debajo de la
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