Page 41 - El cazador de sueños
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           Cuando  oyó  moverse  los  arbustos  y  romperse  las  ramas  (sonidos  que  asociaba
           automáticamente a la proximidad de un ciervo), Jonesy se acordó de unas palabras de

           su padre: «La suerte se tiene o no se tiene.» Lindsay Jones pertenecía al género de los
           perdedores, y había dicho pocas cosas que valiera la pena memorizar, pero la citada
           sentencia  era  una,  y  para  demostración  (la  enésima),  aquello:  a  los  pocos  días  de

           haber decidido que ya no cazaría más ciervos, acudía uno a él, y a juzgar por el ruido
           era grande. Macho, casi seguro. Quizá del tamaño de un hombre.

               A Jonesy no se le pasó por la cabeza la posibilidad de que fuera eso, un hombre.
           Estaban a ochenta kilómetros de Rangely, y los cazadores más cercanos quedaban a
           dos horas de camino. La carretera asfaltada que les pillaba más cerca, la que llevaba a
           la tienda de Gosselin (CERVEZA CEBOS BEBIDAS LOTERÍA), caía como mínimo

           a veinticinco kilómetros.
               Bueno, pensó, tampoco es que haya hecho ninguna promesa.

               No,  no  había  hecho  ninguna  promesa.  Quizá  en  noviembre  del  año  siguiente
           llevara una Nikon en lugar de escopeta, pero eso sería el año siguiente. Ahora tenía la
           escopeta a mano, y ninguna intención de mirarle el diente a un ciervo regalado.
               Enroscó la tapa del termo de café y lo dejó en la plataforma.

               A continuación retiró el saco de dormir de la parte inferior de su cuerpo, como un
           calcetín gigante a cuadros (no sin estremecerse por la rigidez de la cadera), y cogió la

           escopeta. No hacía falta cargarla, con el consiguiente ruido y riesgo de ahuyentar al
           ciervo; las costumbres no se pierden así como así, y en cuanto retiró el seguro tuvo la
           escopeta  lista  para  disparar.  Sólo  realizó  la  operación  cuando  estuvo  de  pie,
           equilibrado. Había perdido el entusiasmo salvaje de otros tiempos, la adrenalina, pero

           quedaba  un  residuo.  Agradeció  que  se  le  hubiera  acelerado  el  pulso.  Desde  su
           accidente,  aquella  clase  de  reacciones  siempre  eran  bienvenidas.  Ahora  tenía  la

           sensación de ser dos personas, la de antes de ser atropellado y otra de mayor edad: la
           que se había despertado en el hospital general de Massachusetts, si a esa conciencia
           lenta y drogada podía llamársela estar despierto. A veces seguía oyendo una voz (no

           sabía de quién, pero no suya) gritando: «Basta, por favor, que no lo aguanto; que me
           pongan una inyección. ¿Dónde está Marcy? ¡Que venga Marcy!» La concebía como
           la voz de la muerte: la muerte, que, no habiendo podido llevársele en la calle, venía al

           hospital  para  acabar  su  trabajo;  la  muerte  disfrazada  de  hombre  que  sufría  (o  de
           mujer, eso no estaba claro), de alguien que decía Marcy pero quería decir Jonesy.
               Con el tiempo se le había pasado la idea, al igual que todas las obsesiones raras

           que había tenido en el hospital, pero quedaba un residuo, y ese residuo era la cautela.
           Jonesy no se acordaba de haber hablado por teléfono con Henry y haberle oído decir
           que se cuidara (ni se lo había recordado Henry), pero desde entonces se cuidaba. Era



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