Page 429 - El cazador de sueños
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           Cuando el señor Gray dio un golpe de volante para meterse por la rampa en dirección
           al letrero verde, la camioneta resbaló de costado y levantó nubes de nieve. Jonesy

           pensó que él se habría salido de la calzada y se habría caído en la cuneta, pero no
           conducía él, sino el señor Gray, y, aunque éste ya no fuera inmune a las emociones de
           Jonesy, en situaciones de peligro demostraba una propensión al pánico mucho menor;

           por eso, lejos de contrarrestar ciegamente la dirección del patinazo, primero se dejó
           llevar  con  el  volante  bien  sujeto,  y  luego,  cuando  ya  no  resbalaban,  volvió  a

           enderezar el rumbo. Ni siquiera despertó al perro que dormía al pie del asiento del
           copiloto, y a Jonesy apenas se le aceleró el pulso. Jonesy sabía que, conduciendo él,
           le habría latido el corazón como loco; claro que su idea de lo que había que hacer con
           el coche nevando así era meterlo en el garaje.

               El señor Gray acató el stop del final de la rampa, a pesar de que no circulaba ni un
           alma por la carretera 9. Al otro lado había una zona enorme de estacionamiento muy

           iluminada por fluorescentes, en cuya luz, llevados por el viento, los copos parecían la
           respiración helada de un animal gigantesco pero escondido. Jonesy sabía que en una
           noche  normal  el  aparcamiento  habría  estado  lleno  de  coches  con  el  motor  y  los
           intermitentes encendidos. En cambio ahora no había casi ninguno, salvo en la zona

           donde  se  leía  ESTACIONAMIENTO  PROLONGADO:  DIRIGIRSE  AL
           ENCARGADO. TICKET OBLIGATORIO, en cuyo interior había más de una docena

           de  camiones  difuminados  por  la  nieve.  Los  conductores  debían  de  estar  dentro,
           comiendo, jugando al milloncete, mirando una peli porno o intentando conciliar el
           sueño  en  el  dormitorio  cutre  de  la  parte  de  atrás,  donde  por  diez  dólares  tenían
           derecho  a  catre,  manta  limpia  y  una  vista  privilegiada  de  la  pared  de  hormigón.

           Seguro  que  pensaban  todos  las  mismas  dos  cosas:  «¿Cuándo  tardaré  en  poder
           seguir?», y «¿va a salirme muy cara la broma?».

               El señor Gray apretó el acelerador y, a pesar de que lo hizo suavemente tal como
           le indicaba el archivo de Jonesy sobre conducción invernal, giraron las cuatro ruedas
           de la camioneta, que empezó a moverse de lado y a hundirse en la nieve.

               «¡Eso, eso! —le animó Jonesy desde su observatorio de la ventana del despacho
           —. ¡Embarránquese bien, que luego en un cuatro por cuatro no hay manera de salir!»
               Pero las ruedas mordieron: primero las de delante, donde el peso del motor daba

           un poco más de tracción al vehículo, y después las de detrás. La camioneta cruzó la
           carretera  con  dificultad  hacia  el  letrero  de  ENTRADA.  Detrás  había  otro:
           BIENVENIDOS  A  LA  MEJOR  ÁREA  DE  CAMIONEROS  DE  TODA  NUEVA

           INGLATERRA. Por último, los faros de la camioneta iluminaron el tercero, cubierto
           de  nieve  pero  no  hasta  el  extremo  de  haber  quedado  ilegible:  QUÉ  COÑO,
           BIENVENIDOS A LA MEJOR ÁREA DE CAMIONEROS DEL MUNDO.



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