Page 120 - La iglesia
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Dicho esto, Abdel atravesó la cortina que daba al presbiterio y dejó a
Félix solo en la sacristía. Este se asomó hasta comprobar que el pintor
abandonaba la iglesia. Vio el primer andamio montado, pero ni rastro de
Mohamed y Hamido; lo más seguro es que hubieran salido a recoger material
o a hacer cualquier otra cosa. Una vez se cercioró de que no quedaba nadie en
la iglesia, abrió la trampilla que ocultaba la palanca de la cripta y la accionó.
El sonido retumbante que acompañaba su apertura le produjo un ataque de
miedo que combatió con toda la determinación que fue capaz de conjurar. Era
un sacerdote, un ministro de Dios, no tenía nada que temer. No pudo evitar
acordarse del lema de los jorgianos: «cum virtute Dei, vincemus». Lo tomó
como un reto personal, agarró los tres portacirios de madera cutre y se dirigió
hacia la cripta, decidido a sustituirlos por los de plata.
La visión de los escalones de piedra fundiéndose con la oscuridad no era,
en absoluto, tranquilizadora. Antes de bajar, Félix prendió una de las velas
con su encendedor Bic. Empuñó el candelero que la sujetaba con la mano
derecha y acomodó los otros dos bajo su brazo. Quebró la oscuridad con la
tenue luz de la llama y se sumergió en ella sin pensarlo demasiado. Las
puertas interiores estaban entornadas, tal y como las había dejado Ernesto.
Dejó los portacirios apagados junto a la puerta y empujó las hojas de madera
con la mano libre. El resplandor de la vela no era lo bastante intenso para
alumbrar al crucificado, que acechaba invisible en las tinieblas, como un
vampiro oculto entre las sombras. Mirando al suelo, evitando posar la vista en
la talla, Félix dejó el portacirios encendido y se dispuso a ir a por los otros
dos.
—Si consigo hacer esto sin mearme ni cagarme encima, lo consideraré
todo un triunfo —murmuró sin darse cuenta de que había hablado en voz alta.
Justo en ese momento resonó un estruendo inconfundible. Félix se dio la
vuelta a toda prisa y volcó el portacirios de madera, que cayó al suelo,
apagándose. Por encima de su cabeza, el panel enlosado que clausuraba la
cripta empezó a moverse. Trató de subir la escalera antes de que se cerrara,
pero tropezó y quedó tendido sobre los peldaños. El sacerdote gritó a pleno
pulmón, a pesar de ser consciente de que nadie iba a oírle:
—¡SOCORRO! ¡SOCORRO, POR FAVOR, ME HE QUEDADO
ENCERRADO!
Félix se incorporó temblando en una oscuridad absoluta. Cuatro intentos
le costó arrancarle una llama al mechero. Prendió el cirio más cercano y usó
este para encender los demás. Al menos ahora tenía luz. Volvió a entrecerrar
las puertas de la cripta para mantenerse separado de la cámara de tortura y
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