Page 122 - La iglesia
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                    —De  ver  a  tu  amigo,  el  padre  Alfredo  —⁠respondió  el  sacerdote—.
               Papeleos de la parroquia, un rollo.
                    —No te quejes. Vosotros no tenéis que bregar con la Seguridad Social, ni
               con Sanidad, ni con Hacienda…
                    —En eso tienes razón. ¿Qué sabes de Maite?

                    —Sigue sedada. En cuanto se despierta, se altera.
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                    —Pobre mujer —se lamentó Ernesto—. ¿Has dormido bien? Perdona que
               te lo diga, pero tienes pinta de no haber pegado ojo.
                    —La  verdad  es  que  no  ha  sido  una  buena  noche  —⁠reconoció  Juan

               Antonio, sin dar más explicaciones. A Ernesto Larraz no le interesaba saber
               que la había pasado en el sofá, vagabundeando con la mirada perdida por los
               canales Historia, National Geographic, Bio y Discovery.
                                                                                                        ⁠
                    —Deberías  ir  a  correr  a  diario,  aunque  fueran  quince  minutos  —le
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               recomendó—. O caminar unos cuantos kilómetros. El ejercicio va de lujo para
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               el insomnio. Y para todo lo demás —añadió.
                    —Ojalá tuviera tu fuerza de voluntad. Me despediría de una vez por todas
               de esta barriga de mierda.

                    —Todo es empezar. Una vez le coges el gusto se convierte en un vicio.
                    —Eso es lo que me pasó hace años con las cervezas y las tapas.
                    Continuaron hablando de temas intrascendentes hasta que remontaron la
               cuesta que ascendía hasta la Iglesia de San Jorge. Al llegar, descubrieron que

               el trabajo de la cuadrilla de Parques y Jardines estaba muy avanzado; el jardín
               postapocalíptico comenzaba a tener color. Si los pimpollos arraigaban bien,
               en  unos  años  los  alrededores  del  templo  estarían  rodeados  de  árboles
               hermosos.

                    Una vez dentro de la iglesia, Juan Antonio descubrió el primer andamio
               montado cerca de la pared oeste. Comprobó su robustez meneándolo como si
               él fuera un oso y el andamio un madroño. Accionó los frenos de las ruedas
               arriba y abajo para cerciorarse de que funcionaban como era debido. Todo

               correcto.
                    —¿Y los obreros? —preguntó Ernesto.
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                    —Estarán haciendo portes —presumió el aparejador—. ¿Y Félix?
                    —Andará por la sacristía, ordenando cosas. Echemos un vistazo.

                    El  inconfundible  olor  a  algodón  limpia  metales  invadió  sus  pituitarias
               nada  más  entrar.  Allí  encontraron  a  Abdel  provisto  con  unos  guantes  de
               goma,  frotando  los  portacirios  con  tal  brío  que  parecía  pretender  lijar  el
               repujado. Juan Antonio, que le conocía de haber coincidido con él en otras

               reformas, le saludó:




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