Page 126 - La iglesia
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esposa  tenía  que  tragarse  sus  ronquidos  con  sabor  a  alcohol  haciendo

               esfuerzos sobrehumanos por no huir del dormitorio. Lola le preguntó varias
               veces si le pasaba algo en el trabajo, si todo iba bien en su vida. Él trataba de
               tranquilizarla  con  frases  toscas  que  no  conseguían  su  propósito.  La  noche
               anterior, después de meter a los niños en la cama, Lola quiso sentarse a hablar

               con él, pero no lo consiguió. La única audiencia que Perea le concedió fue a
               través de la puerta cerrada con pestillo, un pestillo nuevo que él mismo había
               atornillado  por  la  tarde.  La  excusa,  pronunciada  con  un  desprecio
               amortiguado por la hoja de madera, fue que estaba inmerso en algo grande

               que ella sería incapaz de entender. En catorce años de matrimonio jamás la
               había tratado así, al contrario: había contado con ella para todo, hasta para
               tomar  la  decisión  más  nimia.  Cuando  Lola  le  preguntó  por  qué  había
               empezado  a  beber  tanto,  Perea  giró  el  potenciómetro  del  volumen  de  sus

               cuerdas  vocales  a  la  derecha  y  se  defendió  de  la  acusación  con  voz  de
               borracho. Lola le dejó en paz: lo último que quería era un escándalo al filo de
               la medianoche. Tragándose las lágrimas para no despertar a sus hijos, se alejó
               de ese hombre al que ahora era incapaz de reconocer. Se tumbó en la cama,

               boca abajo, y lloró hasta que el agotamiento la empujó al sueño.
                    Ese  martes,  lo  mismo  que  todos  los  días,  Lola  esperó  a  sus  tres  hijos
               mayores  en  la  puerta  del  Colegio  de  la  Inmaculada,  el  mismo  donde  ella
               impartía clases. Uno tras otro fueron saliendo a la puerta que da a la calle

               Millán Astray. Manu llevaba de la mano a Rosa, la de seis años; Silvia salió
               un  poco  después.  Mientras  remontaban  la  cuesta,  Lola  miró  la  hora  en  el
               móvil: dos y cinco de la tarde.
                    —Voy  a  llamar  a  papá  al  banco  —⁠anunció⁠—.  Manu,  encárgate  de  las

               niñas, por favor.
                    No era la primera vez que intentaba comunicar con su marido esa mañana.
               Había tratado de hacerlo durante el recreo y luego dos veces más entre clases.
               El móvil solo le devolvía el típico mensaje de apagado o fuera de cobertura,

               por lo que insistió a través del fijo del banco. Nada. Al igual que en casa,
               Perea se había encerrado en su despacho y había dado orden al personal de
               que no le molestaran bajo ningún concepto. Lucía, una apoderada con la que
               Lola tenía cierta confianza, había tratado de pasarle varias veces con él, sin

               éxito. Cuando fue a comunicarle personalmente a Perea que su esposa estaba
               al teléfono, este se limitó a abrir una mísera rendija de la puerta para decirle
               que estaba muy ocupado y que no volviera a molestarle. Fue la misma Lucía
               quien contestó esta nueva llamada.

                    —Hola, soy yo otra vez. ¿Ha salido ya mi marido del despacho?




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