Page 123 - La iglesia
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—Hombre,  Abdel,  ¿ahora  te  dedicas  a  limpiar  la  plata  como  los

               mayordomos ingleses?
                    El pintor se echó a reír.
                    —Esto lo hace yo en un minuto, mocho gusto.
                    —¿Y el padre Félix? —preguntó Ernesto; al ver que Abdel se le quedaba

               mirando  con  una  sonrisa  cuajada  en  el  rostro,  cayó  en  que  iba  vestido  de
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               seglar y decidió presentarse—. Soy el padre Ernesto, el párroco.
                    Abdel le estrechó la mano.
                    —Ah,  tú  cura  vestido  de  persona  normal.  El  otro,  más  joven,  va  de

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               cura-cura  con  esto  aquí  y  todo.  —Imitó  el  alzacuellos  con  sus  dedos
               enguantados⁠—.  Tú  más  moderno,  más  mijor.  Él  dice  que  va  a  buscar  más
               lámparas de estas, de plata, que tiene en otra parte —⁠explicó⁠—, pero yo lleva
               aquí un rato y no le ve.
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                    —¿Más lámparas como estas? —pronunció Ernesto en voz alta.
                    El  sacerdote  no  tardó  ni  un  segundo  en  recordar  dónde  estaban.  Miró
               hacia  la  trampilla  que  ocultaba  la  palanca  y  la  vio  a  medio  abrir,  como  si
               alguien hubiera olvidado cerrarla. Sin decir palabra, se asomó a través de la

               cortina que daba al presbiterio y regresó a toda prisa donde el mecanismo.
               Abdel mostró su asombro ante el sonido grave que retumbó por toda la iglesia
               con una apertura desmesurada de ojos y un juramento en árabe. Ernesto salió
               de la sacristía a paso ligero seguido de Juan Antonio, que dejó al pintor solo

               con su algodón limpia metales y cara de sorpresa.
                    —Joder,  ¿qué  pasa?  —le  preguntó  el  aparejador  al  sacerdote  mientras
               trotaban hacia la cripta abierta.
                    —Puede  que  Félix  se  haya  quedado  encerrado  ahí  abajo  por  accidente

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               —dijo⁠—. Menos mal que la palanca ha funcionado.
                    Juan  Antonio  se  imaginó  a  sí  mismo  a  oscuras  dentro  de  la  mazmorra,
               rodeado  de  crucifijos  y  con  la  talla  monstruosa  del  Cristo  como  única
               compañía.  Un  escalofrío  le  recorrió  la  espalda  como  si  un  dedo  de  hielo

               contara  sus  vértebras  una  a  una.  Dejó  que  Ernesto  bajara  primero  por  la
               escalera.  El  sacerdote  soltó  una  imprecación  al  tragarse  los  portacirios  de
               madera que había frente a las puertas. Era evidente que Félix había estado
               allí: esos candeleros no estaban la última vez que bajaron a la cripta.

                    —¿Félix?  —llamó  el  párroco  a  través  de  la  puerta.  No  obtuvo
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               respuesta—.  ¿Félix?  —nada;  se  volvió  hacia  el  arquitecto  técnico⁠—.  No
               tendrás un encendedor, ¿verdad?
                    —Tengo algo mejor —respondió Juan Antonio, activando la linterna del

               móvil.




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