Page 124 - La iglesia
P. 124

El flash led de la cámara alumbró la estancia con tal potencia que cegó a

               Ernesto  durante  un  par  de  segundos.  Juan  Antonio,  teléfono  en  mano,  le
               siguió a través de las puertas dobles sintiéndose el acomodador de la cámara
               de los horrores. La estancia se reveló ante ellos bañada por la luz blanca. Al
               fondo de la cripta, el crucificado parecía clavar sus ojos tremebundos en el

               camastro de las correas. Sobre este, tendido boca arriba, encontraron a Félix.
               Bajo el foco del flash, sus facciones formaban una máscara nívea y siniestra.
                    —¡Félix! ¡Félix, despierta!
                    Ernesto  le  sacudió  hasta  hacerle  reaccionar.  Deslumbrado  por  el  flash,

               lanzó un vistazo adormecido a su alrededor y abrió unos ojos como platos al
               descubrir dónde estaba. Abandonó el catre de un brinco, le dedicó una mirada
               de asco, se santiguó y se dirigió a la salida a toda velocidad.
                    —Salgamos  de  aquí  —le  propuso  Ernesto  a  Juan  Antonio,  sin  olvidar

               llevarse los portacirios de plata.
                    Encontraron  a  Félix  arrodillado  en  uno  de  los  bancos  delanteros.  Sus
               manos, unidas, le cubrían la nariz y la boca. Juan Antonio apagó la linterna
               del  móvil  y  no  se  atrevió  a  acercarse  a  él.  Ernesto  sí  lo  hizo,  medio

               arrastrando  los  candeleros  que  llevaba  bajo  del  brazo.  El  joven  sacerdote
               parecía rezar con un fervor desesperado.
                    —¿Estás bien? —le preguntó el párroco.
                    Félix asintió con energía pero no contestó, inmerso en sus oraciones.

                    —Reconozco que quedarse encerrado ahí dentro no debe de ser agradable
                  ⁠
                                                                        ⁠
               —dijo Ernesto, tratando de quitarle importancia—, pero bueno, podría haber
               sido peor. A partir de ahora, nunca bajaremos a la cripta si no hay alguien más
               que vigile la palanca.

                    El joven hundió aún más la cara entre las manos y apretó los párpados.
               Juan  Antonio,  de  pie  junto  a  la  cripta  abierta,  decidió  dejarles  solos.  Era
               evidente que el susto había dejado al pobre Félix más tocado de la cuenta.
                    —Yo me marcho —dijo, sin acercarse a ellos⁠—. Luego llamaré a Jiménez

               por  si  tiene  que  darme  alguna  novedad.  Para  cualquier  cosa,  ya  sabéis,
               teléfono.
                    Ernesto  le  despidió  con  una  sonrisa  de  agradecimiento.  Félix  seguía
               rezando, muy afectado, así que decidió dejarle solo con sus oraciones.

                                                                     ⁠
                    —Voy a llevarle los portacirios a Abdel —informó.
                    Félix se quedó solo en el banco. La familiar reverberación del sonido de la
               cripta  al  cerrarse  le  hizo  soltar  un  suspiro  de  alivio.  Poco  a  poco,  su
               respiración  volvió  a  su  ritmo  normal.  Abrió  los  ojos  y  los  músculos  de  la

               mandíbula se relajaron. Su expresión era ahora muy distinta de la del hombre




                                                      Página 124
   119   120   121   122   123   124   125   126   127   128   129