Page 121 - La iglesia
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trató de tranquilizarse. Abdel había dicho que no tardaría en volver, y Jiménez

               y sus hijos tendrían que regresar con el andamio que faltaba; o tal vez Ernesto
               llegara antes que ellos…
                    Félix buscó una explicación al repentino cierre de la cripta. Tal vez Abdel,
               u otro trabajador, había regresado sin que él se diera cuenta, había encontrado

               la trampilla abierta y había accionado la palanca sin encomendarse ni a Dios
               ni  al  diablo.  Esa  opción  le  parecía  mejor  que  un  posible  fallo  en  el
               mecanismo.  Si  este  se  había  averiado  de  forma  definitiva,  no  habría  más
               remedio que romper el enlosado de San Jorge para rescatarle; un movidón de

               mil pares de demonios.
                    Se sentó en los escalones con la cabeza gacha, casi rozando la compuerta
               enlosada que ocultaba la cripta. Rodeó las rodillas con los brazos y rezó. Rezó
               hasta que unas figuras lánguidas vestidas con hábito clerical pasaron a su lado

               sin hacerle el menor caso, como si no hubieran detectado su presencia. Para
               su propio asombro, Félix se dio cuenta de que no sentía miedo de ellas, sino
               todo lo contrario: le fascinaban. Sin ser realmente dueño de sus actos, siguió a
               los frailes hasta las hojas de madera que él mismo había entornado un minuto

               antes.  Cuando  las  abrieron  de  par  en  par,  la  luz  que  brotó  de  la  cripta  le
               pareció  más  intensa  que  nunca,  como  si  varias  antorchas  iluminaran  la
               estancia. Olía a cera derretida y a óleo quemado; y también a sudor, vómitos y
               excrementos.

                    Con los pasos lentos de un zombi, el padre Félix cruzó el umbral de la
               puerta de la cámara.









               El padre Ernesto encontró a Juan Antonio Rodero charlando con un amigo en
               la acera del colegio Lope de Vega, a la altura de la Plaza Azcárate. Por la

               forma  de  gesticular  de  ambos  y  la  expresión  distendida  de  sus  caras,  era
               evidente que se trataba de una conversación desenfadada. El sacerdote esperó
               discretamente  a  que  terminaran  de  hablar.  En  cuanto  el  aparejador  y  su
               contertulio  se  despidieron,  Ernesto  avivó  al  paso  hasta  abordar  a  Juan

               Antonio.
                    —Muy buenas —saludó—. ¿Vas hacia la iglesia?
                    —Hombre, Ernesto. Pues sí, me dirigía hacia allí. ¿De dónde vienes tú a
               estas horas?







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