Page 125 - La iglesia
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asustado  que  había  huido  de  su  encierro.  La  oración  le  había  fortalecido,

               además de mostrarle el camino. Era sacerdote y Dios su aliado. Imbuido con
               una nueva determinación, se irguió ante el altar mayor y se santiguó con una
               lentitud inquietante. Nada de ser la víctima, su fuerza era la fe.
                    Cum virtute Dei, vincemus.

                    Ahora tenía el privilegio de conocer la verdad, si es que conocerla era en
               verdad  un  privilegio.  El  Mal,  con  mayúsculas,  le  había  retado  durante  su
               encierro y él, como sacerdote, se veía obligado a recoger el guante. Tenía que
               contárselo a Ernesto, pero tendría que escoger el momento apropiado; tal vez

               en casa, cuando estuvieran tranquilos. Sabía que se enfrentaría a un escéptico
               de mente matemática, pero también era sacerdote y tenía que estar con él en
               esto. Lo de quedarse encerrado dentro de la cripta con la única compañía de
               aquella imagen atroz había sido lo de menos.

                    Lo peor fue lo que había visto en sueños.
                    Si es que en verdad había sido un sueño.









               Lola Berlanga tenía tres trabajos que ocupaban las veinticuatro horas de su
                                                              ⁠
               día. El primero —⁠y el único remunerado— consistía en dar clases de Ciencias
               Sociales en el Colegio de la Inmaculada, algo que la apasionaba. El segundo,
               el  más  gratificante  y  puede  que  el  más  duro  de  los  tres,  era  ser  madre  de
               cuatro  hijos:  Manu,  Silvia,  Rosa  y  Jaime,  de  doce,  ocho,  seis  y  tres  años,
               respectivamente.  Para  cuidar  de  su  prole  sin  perecer  en  el  intento,  Lola

               contaba con la ayuda de Sora, una joven musulmana que le ayudaba con los
               críos además de ocuparse de las tareas domésticas.
                    El tercer trabajo de Lola Berlanga era cuidar de Manolo Perea, su marido.
               Un trabajo sencillo que parecía haberse complicado desde el viernes pasado.

               De llegar a casa y ponerse a jugar con los niños, ver la tele repantigado en el
               sofá y estar siempre dispuesto a un rato de charla o a un paseo con la familia,
               Perea había pasado a rechazar la comida, ignorar a todos y encerrarse en su
               despacho como si fuera un fugitivo de la justicia. Su carácter se había vuelto

               agrio  de  repente.  Las  pocas  veces  que  Lola  osaba  llamar  a  la  puerta  para
               ofrecerle un café o algo de comer, él rehusaba su oferta de forma cortante, sin
               un mísero gracias rematando la frase.
                    Las  madrugadas,  sobre  todo,  se  habían  convertido  en  eternas.  Perea

               llevaba un par de días acostándose a unas horas cercanas al amanecer, y su




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