Page 130 - La iglesia
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extraterrestre recién bajado de su nave se encontrara ante esos símbolos, ¿qué
pensaría de aquellos que los adoran? Seguramente pensaría que son malvados.
Juan Antonio sonrió a su hijo y le cogió por la nuca en un gesto cariñoso.
—Son solo símbolos, Carlos. Nada más.
—Una cruz gamada también —murmuró.
—Pero una cruz gamada es un símbolo del mal. Quédate con el mensaje
cristiano, que es hacer el bien. —Juan Antonio se levantó y le pellizcó la nariz
a su hijo; se estaba haciendo un hombre día a día—. Voy a ver a tu hermana
antes de acostarme.
—¿Puedo volver a atrancar la puerta, papá?
—Si así te sientes mejor, claro.
Carlos se lo agradeció y cerró la puerta. Juan Antonio escuchó, desde el
pasillo, cómo volvía a encajar la silla y el cajón para atrancarla. El aparejador
se miró los zapatos y dejó que el silencio de la casa lo absorbiera. Era como si
la habitual alegría que la había impregnado hasta entonces hubiera saltado por
la ventana. «A eso se le podría llamar hacer un Maite Damiano», pensó.
Ahuyentó sus ocurrencias lúgubres y se dirigió al cuarto de Marisol. Encontró
la puerta entornada y la habitación a oscuras. La abrió lo suficiente para que
los halógenos del corredor iluminaran la carita de Marisol. Estaba dormida.
Se acercó a ella y la admiró durante unos segundos: era una preciosidad de
cría. Depositó un beso en su mejilla, con la ternura justa para no despertarla.
Caminando de puntillas, salió de la habitación y volvió a entornar la puerta.
En las tinieblas de su dormitorio, Marisol abrió los ojos y sonrió a la nada.
Aunque nadie pudo verla, no era su sonrisa habitual. Era como si los
dientecitos, aún de leche, se hubieran descarnado de sus encías, alargándose.
Si el cristo de la cripta sonriera, su sonrisa sería muy parecida a la de
Marisol.
El padre Félix esperaba a Ernesto sentado en una silla del salón comedor.
Tamborileaba la mesa con los dedos en una cadencia monocorde,
acompañada de vez en cuando por el ruido de algún coche aislado que pasaba
a esas horas por la Marina. A las once menos cuarto de la noche se produjo un
nuevo sonido: el de una llave girando en la cerradura de la puerta blindada.
Ernesto vestía chándal de hipermercado y zapatillas de deporte de marca
desconocida. Aprovechaba cualquier rato libre para correr, ya fuera de día o
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