Page 133 - La iglesia
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de ella era negra, de un color malsano. Los frailes llevaron el corazón hasta la

               talla  y  lo  metieron  dentro  de  la  oquedad.  Entonces,  el  hombre  vestido  de
               seglar la tapó con una pieza de madera que representaba el pecho desnudo y
               que  encajaba  a  la  perfección  en  el  hueco.  Lo  selló  con  algo  que  parecía
               masilla y repasó la unión con pintura. A partir de ahí, el tiempo pareció dar un

               salto hacia adelante. Ahora estaba solo en la cripta y ya no había sangre en el
               suelo. El cristo estaba colocado al fondo, cubierto por un lienzo claro que lo
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               tapaba por completo —una vez más, se detuvo unos instantes en su narración,
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               como si le costara trabajo pronunciar lo que venía a continuación—. En el
               suelo,  frente  a  la  talla,  había  un  círculo  pintado,  rodeado  de  símbolos
               extraños. Hasta entonces no había tenido miedo, era como ser espectador de
               una película en la que sabes que, por muy horrenda que sea, no te puede pasar
               nada  malo.  Pero  de  repente,  el  símbolo  del  suelo  desapareció  como  si  una

               mano invisible lo borrara; las paredes cambiaron y se transformaron en una
               gelatina sangrienta y bulbosa. Pero eso no fue lo peor: la sábana que cubría la
               cabeza de la talla formó un hueco en la zona de la boca y empezó a moverse
               adentro  y  afuera,  como  si  respirara.  Y  entonces  se  rasgó  para  mostrar  una

               versión del cristo mucho más aterradora que la que tenemos en la cripta. Esos
               ojos diabólicos me desafiaron. No eran ojos esculpidos en madera, Ernesto,
               eran  los  de  ese  algo  que  habita  en  ella.  Y  ese  algo  me  reta…  nos  reta
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               —rectificó⁠— a que, como sacerdotes, le expulsemos.
                    Después  de  estas  palabras,  en  el  salón  reinó  un  silencio  que  pareció
               inacabable. El rostro del párroco era un busto de mármol, impasible.
                    —¿Has terminado? —preguntó, al fin.
                    —Entiendo que esto es difícil, Ernesto, pero como religiosos tenemos que

               creer  tanto  en  Dios  como  en  el  diablo.  Hay  algo  maligno  dentro  de  esa
               imagen,  y  no  sé  si  lo  que  vi  esta  mañana  fue  realmente  lo  que  pasó  hace
               trescientos años allá abajo o tiene un significado alegórico… Pero de lo que sí
               estoy seguro es de que el mal impregna esa talla y se extiende por la iglesia.

               ¿Y  si  el  terror  que  llevó  a  esa  pobre  arquitecta  a  saltar  por  la  ventana  fue
               provocado por lo que habita ahí dentro? ¿Y si eso explicara lo de los animales
               muertos?  ¿Y  si  fue  ese  mal  el  que  acabó  con  el  padre  Artemio  hace  ocho
               años?

                    Ernesto  estaba  a  un  tris  de  perder  la  paciencia,  levantarse  y  dejar  a  su
               compañero solo en el salón. Lo que más deseaba en ese momento era sentir el
               agua caliente de la ducha deslizarse por su cuerpo. Era como si la narración
               del joven se le hubiera pegado a la piel como una baba tóxica y necesitara

               eliminarla.




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