Page 132 - La iglesia
P. 132

—Sigue. Me morderé la lengua hasta que termines.

                    —Gracias —tras una brevísima pausa, Félix retomó su relato⁠—. La cripta
               estaba  casi  igual  que  ahora,  pero  sin  crucifijos  en  las  paredes.  Había  más
               muebles:  unas  mesas  con  instrumentos  de  tortura  mezclados  con  objetos
               religiosos antiguos, todos dispuestos en un orden escalofriante, como el de un

               quirófano;  también  había  antorchas  en  las  paredes  y  un  brasero  en  una
               esquina con hierros candentes. Conté tres frailes rezando en latín alrededor
               del  camastro.  Al  fondo  de  la  cámara  distinguí  a  un  hombre  vestido  con
               ropajes antiguos, de otra época. No tenía pinta de ser un clérigo. Y adivina lo

               que había junto a él…
                    —Sorpréndeme —contestó Ernesto con sequedad.
                    —La  talla  del  cristo.  —Al  párroco  aquella  revelación  no  le  tomó  por
                                                    ⁠
               sorpresa; de hecho, la esperaba—. Pero no era exactamente igual a como está
               ahora. Sí que era algo siniestra, reflejaba una angustia demasiado teatral, pero
               no tenía el aspecto corrompido ni tanta sangre bañando su cuerpo como la que
               conocemos. Y otra cosa, la escultura de mi visión tenía un hueco en el pecho.
                    —¿Cómo que un hueco? —Ernesto cada vez entendía menos.

                                                                      ⁠
                    —Un  hueco  que  ocupaba  todo  esto  —confirmó  Félix,  dibujando  la
                                                                ⁠
               oquedad  con  el  dedo  en  su  propio  tórax—.  Sobre  el  jergón  había  un  fraile
               inmovilizado por las correas. Vestía el mismo hábito que los demás, aunque
               el suyo estaba hecho jirones y sucio, como si llevara años revolcándose en un

               estercolero.  Su  rostro  parecía  el  de  un  cadáver,  y  vociferaba  y  blasfemaba
               como un loco. Sus ojos estaban en blanco, le faltaban dientes y tenía heridas
               por  todas  partes.  Cuando  uno  de  los  frailes  le  aplicó  un  crucifijo  sobre  la
               frente,  el  tipo  se  rio  con  unas  carcajadas  que  ponían  los  pelos  de  punta.

               Entonces, los tres sacerdotes se arrodillaron frente a la talla y empezaron a
               rezar. Uno de ellos se levantó y recogió un cuchillo ornamentado de una mesa
               cargada  de  instrumentos  de  tortura.  Lo  besó  como  si  fuera  una  reliquia
               sagrada y se dirigió al camastro. Los otros dos le flanquearon.

                    Félix se calló durante unos segundos. Movió la cabeza a un lado y a otro,
               como  si  le  diera  vergüenza  compartir  aquello  con  su  amigo.  Sabía  que  era
               algo  disparatado,  pero  también  estaba  seguro  de  que  su  visión  había  sido
               demasiado real para ser mero producto de su imaginación. Ernesto respetó su

               silencio,  cumpliendo  la  promesa  de  no  interrumpirle.  El  joven  siguió
               hablando:
                    —El del cuchillo le rajó por debajo de las costillas, metió la mano en la
               herida  y  le  sacó  el  corazón  de  un  tirón.  No  era  un  corazón  normal
                  ⁠
                              ⁠
               —puntualizó—. Era una víscera repugnante, podrida. La sangre que goteaba



                                                      Página 132
   127   128   129   130   131   132   133   134   135   136   137