Page 134 - La iglesia
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—¿Te estás oyendo, Félix? —el párroco hacía un esfuerzo enorme por no
gritarle, aunque ganas no le faltaban—. ¿Acaso quieres repetir la historia y
acabar como el padre Artemio? ¿Qué será lo siguiente? ¿Mudarte a la celda
de la sacristía y oficiar exorcismos por la noche? —Después de formular estas
preguntas, su paciencia se fue al garete sin remedio y los gritos empezaron—.
¡Estás loco! Lo que has contado no es más que un delirio, una puta
alucinación. Nada de eso puede suceder. ¡El demonio es un símbolo, joder!
¡Un puto símbolo, nada más, métetelo en la cabeza!
—Ernesto, por favor, escúchame. Deja de ser matemático por un
momento y recuerda que también eres sacerdote…
—¡Deja de recordarme que soy sacerdote, coño! —El párroco se levantó
de la silla con tal furia que a punto estuvo de tumbarla; en ese instante, Félix
vio al Ernesto que habían apartado de la enseñanza, al mismo que los medios
de comunicación habían tachado de violento, y se preguntó hasta qué punto
tenían razón—. Comprendo que es desagradable quedarse encerrado con ese
adefesio que tanto le gusta al capillita de Perea, pero de ahí a inventarte una
película de terror…
—No quieres entenderlo, Ernesto, o no te atreves. —Félix se la estaba
jugando—. Si no puedo contar contigo le pediré ayuda al padre Alfredo…
—¡Te lo prohíbo! —bramó Ernesto, cuyo índice extendido se detuvo a
pocos centímetros del ojo de su compañero; el tono de la discusión se elevaba
cada vez más—. ¡Te lo prohíbo terminantemente como superior tuyo que soy!
¿Quieres que nos tomen por locos? ¡Solo me falta eso, después de todo lo que
arrastro! —Se aplastó los cabellos con ambas manos, como si dentro de su
cabeza resonaran mil tambores—. ¿No te das cuenta de que me han enviado
aquí como castigo? La gente me reconoce por la calle porque soy el cura que
le pegó a un menor. ¡Ya estoy harto, joder! ¡Soy el tío que tuvo un par de
cojones para poner en su sitio a un abusón hijo de puta!
Félix palideció. Ver a Ernesto tan fuera de sí empezaba a aterrorizarle.
—Me encantaría haberle pisoteado en el suelo, haberle roto todos los
huesos y tirárselo a sus putos padres pijos a los pies, hecho un guiñapo.
—Ernesto hablaba con los dientes tan apretados que parecían a punto de
estallar en cualquier momento—. ¿Entiendes mi cabreo? ¿Entiendes mi
frustración? Pues no empeores las cosas. ¡Ni se te ocurra ir con esa mierda al
vicario!
Félix no osó abrir la boca. Era la primera vez, en toda su vida, que
presenciaba un arranque de ira de esa magnitud. Sintió ganas de llorar. Bajó la
cabeza, clavó la mirada en la tarima flotante y no respondió.
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