Page 138 - La iglesia
P. 138

El sacerdote sacudió la cabeza y atravesó la cortina que daba a la sacristía.

               Rafi  llegó  un  segundo  después  con  dos  capazos  llenos  de  material  recién
               comprado.  Al  contrario  que  su  padre,  traía  el  mono  puesto  de  casa.  Como
               deferencia a él, le dejó organizar el trabajo.
                    —¿Nos encargamos tú y yo del gallinero? —⁠propuso Fernando Jiménez;

               se refería, por supuesto, al coro⁠—. Abdel que siga con la trastienda y Miguel,
               con Mohamed y Hamido, que empiece a pintar lo de abajo.
                    —Voy a subir las cosas —dijo Rafi, dirigiéndose a las escaleras⁠—. Dame
               una voz si me necesitas.

                    Rafi subió al coro cargado con los capazos y volvió a bajar para ir a por
               pintura. Su padre comprobó la solidez de cada peldaño, apretándolo con la
               suela del zapato y atreviéndose incluso a brincar encima de todos y cada uno
               de ellos. La estructura aprobó el examen con sobresaliente.

                    —Qué bien se construía antes, me cago en la leche —⁠comentó en voz alta.




               Félix subió al piso superior de la sacristía, decidido a inspeccionar la celda

               que una vez alojó al padre Artemio. Se sentó frente a la carpeta de escritorio,
               acarició  con  la  yema  de  los  dedos  el  escudo  de  los  jorgianos  y  la  abrió.
               Encontró notas antiguas manuscritas en el anverso de la tapa, medio borradas
               por  el  tiempo.  La  mayoría  de  ellas  eran  ilegibles,  pero  entre  todos  los

               garabatos distinguió una fecha clara: 1849. Sí que era antigua. Se preguntó si
               el resto del mobiliario sería coetáneo. El colchón, tal vez lo más moderno, era
               un  modelo  de  muelles  de  hacía  por  lo  menos  treinta  o  cuarenta  años;  la
               bombilla desnuda, con el cable trenzado enrollado en la viga, también parecía

               una reliquia del pasado. Si uno cerraba la puerta de aquel pequeño habitáculo
               se  transportaba  a  otra  época.  Félix  se  acordó  del  padre  Artemio.  Cuánta
               amargura  habrían  absorbido  aquellas  paredes,  cuántas  lágrimas,  cuánta
               frustración y cuánto miedo. ¿Habría muerto allí mismo, en su cama, o habría

               sido  abajo,  en  la  iglesia?  Se  dijo  que  tendría  que  preguntárselo  al  padre
               Alfredo la próxima vez que le viera.
                    Félix oyó arrastrar algo en el piso inferior. Al bajar, encontró a Ernesto y
               Abdel moviendo la mesa de despacho principal hacia el centro de la estancia.

               Como el resto de los muebles se veía añeja, de madera sólida, con aspecto de
               pesar un quintal. Ernesto le saludó con un breve alzamiento de cejas y Abdel
               con una sonrisa de caballo de dibujos animados.
                                                                       ⁠
                    —Aquí recibe luz trasera de esa ventana —explicó Ernesto, señalando el
                     ⁠
               vano—. ¿Dónde quieres la tuya, Félix?




                                                      Página 138
   133   134   135   136   137   138   139   140   141   142   143