Page 136 - La iglesia
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VIII


                                 MIÉRCOLES, 13 DE FEBRERO







               El  día  amaneció  encapotado,  digno  homenaje  a  la  mala  noche  que  habían
               pasado los sacerdotes después de la discusión. Ninguno de los dos se mostró
               demasiado  locuaz:  apenas  unas  disculpas  parcas  y  poco  sentidas  a  las  que

               siguió el silencio. Félix mantuvo la cabeza baja, concentrado en una tostada
               con aceite que acabó dejando a la mitad. Ernesto, por su parte, se tomó un
               café frente a la ventana del salón, contemplando el mar picado bajo un cielo a
               un paso de vestir luto.

                    Félix  salió  de  casa  un  cuarto  de  hora  antes  que  Ernesto.  Después  del
               numerito  de  la  noche  anterior,  no  le  apetecía  su  compañía.  No  llevaba
               recorridos  veinte  pasos  cuando  empezó  a  llover.  Abrió  el  paraguas,  y  el
               sonido  de  las  gotas  repiqueteando  sobre  la  tela  impermeable  le  acompañó

               hasta la iglesia. Durante el trayecto, no pudo dejar de preguntarse cómo iría su
               relación  con  Ernesto  Larraz  a  partir  de  ahora.  Sabía  que  las  disculpas
               monosilábicas  que  habían  intercambiado  eran  fruto  de  la  cortesía,  no  de  la
               convicción. Y para colmo de males, Félix le había tomado miedo después de

               la bronca desproporcionada que había recibido por querer cumplir su misión
               como sacerdote.
                    Abrió  la  verja  del  jardín  y  contempló  las  nuevas  plantas  y  arbustos
               regados  por  la  lluvia.  Los  operarios  de  Parques  y  Jardines  —⁠que  aún  no

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               habían  hecho  acto  de  presencia—  estaban  haciendo  un  gran  trabajo.  Félix
               acarició la vieja madera de la puerta de la iglesia y le susurró:
                    —Con la ayuda de Dios, te liberaré de lo que te oprime…
                    «Cum virtute Dei, vincemus».

                    —… aunque me cueste la vida, como al padre Artemio.
                    Sacó  la  llave  de  hierro  del  bolsillo  del  abrigo  y  la  giró  hasta  que  la
               cerradura cedió. Una vez dentro, levantó las fallebas de las puertas y las abrió
               de par en par. Hizo lo mismo con las del vestíbulo, no solo para facilitar el

               paso a los obreros, que no tardarían en llegar, sino para que entrara el aire
               fresco  y  húmedo  de  la  mañana.  Accionó  los  interruptores  y  el  sistema
               eléctrico de la iglesia cobró vida una vez más. Se persignó mirando al retablo



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