Page 142 - La iglesia
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ni  una  palabra,  la  expresión  de  sus  caras  y  el  tono  que  empleaban

               evidenciaban el disgusto que sentían. Hamido lanzó una mirada de desprecio
               a la escalera y soltó una frase corta que a Félix le sonó a conjuro contra el mal
               de ojo. Le faltó escupir en el suelo.
                    El sacerdote se acercó a la escalera mutilada. Bajo ella, la sangre de Rafi

               se mezclaba con el serrín, empapándolo. Félix estaba convencido de que el
               accidente  no  había  sido  cuestión  de  mala  suerte.  Aquello  era  una  siniestra
               partida de ajedrez, y su contrincante había efectuado un movimiento dañino y
               efectivo.  ¿Estaría  preparado  un  joven  clérigo  como  él,  recién  salido  del

               seminario,  para  enfrentarse  a  algo  tan  poderoso  en  solitario?  Tenía  que
               conocer mejor a su enemigo, buscar su punto débil, ese que no encontró el
               padre Artemio. Permaneció un buen rato sumido en estos pensamientos, hasta
               que  Abdel  le  hizo  volver  a  la  realidad,  cargado  con  un  cubo  de  agua,  una

               escoba, un recogedor y una fregona.
                                                        ⁠
                    —Yo limpia esto, más mijor —dijo⁠—. Sangre en suelo…, ruina.
                    Félix le dejó hacer. Sin ánimo para continuar organizando la sacristía, se
               arrodilló en uno de los bancos delanteros y rezó. Lo hizo con una devoción

               nueva,  con  un  entusiasmo  que  no  recordaba  ni  en  los  momentos  más
               exaltados del seminario. Sus palabras, sus pensamientos, sus oraciones eran
               armas contra el Maligno. Si no encontraba a nadie más que se sumara a su
               lucha, fortalecería su fe y se enfrentaría al mal con la ayuda del aliado más

               poderoso de todos: Dios.
                    «Cum virtute Dei, vincemus».









               Una hora después de que la ambulancia trasladara a Rafi Jiménez al Hospital
               Universitario, Juan Antonio Rodero aparcaba su Toyota Avensis junto al R5

               de  Saíd.  Había  tomado  por  costumbre  estacionarlo  junto  a  aquella  reliquia
               sobre  ruedas,  a  pesar  de  que  la  explanada  estaba  siempre  vacía  y  era  lo
               bastante  amplia  para  albergar  al  menos  una  treintena  de  coches.  Dejó  el
               paraguas  húmedo  apoyado  en  el  asiento  del  copiloto.  No  iba  a  necesitarlo.

               Aunque el cielo seguía gris, no parecía amenazar con lluvia inminente.
                    Lo primero que vio, nada más cruzar las puertas del templo, fue a Hamido
               y a Mohamed encaramados en un andamio, rascando pintura vieja en silencio.
               Juan  Antonio  recorrió  la  iglesia  con  la  vista  y  fue  incapaz  de  localizar  a

               Jiménez o a alguno de sus hijos. Al percatarse de su presencia, los pintores




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