Page 146 - La iglesia
P. 146

—¿Por qué me cuentas esto, Félix?

                    —Porque sé que te afecta, como a mí… y yo también necesito compartirlo
               con alguien.
                    Juan Antonio reflexionó sobre las palabras del sacerdote. Era como si una
               puerta invisible a otra dimensión se hubiera abierto de par en par, dejando

               entrar a seres etéreos, tenebrosos e impredecibles. Pensó en lo fácil que era su
               vida antes de cruzar el umbral de la Iglesia de San Jorge, cuando sus mayores
               preocupaciones  consistían  en  terminar  un  proyecto  a  tiempo  o  gestionar  la
               ejecución  de  las  obras  con  los  contratistas.  En  los  últimos  días,  su  casa  se

               había convertido en el castillo del terror, con su hijo como víctima asustada,
               su esposa como antagonista, Marisol en el papel de mala y Ramón, su fiel
               perro, en una bestia desconfiada e inquietante que gruñía desde los rincones
               más recónditos del piso. Juan Antonio no podía permitirse caer en ese pozo de

               irrealidad, así que cerró los ojos de la mente y abrió los del mundo real. Posó
               la mano en el hombro del padre Félix y cambió de tema:
                                                                             ⁠
                    —Veamos cómo le va a Abdel con el emplaste —propuso.
                    Regresaron a la iglesia y entraron en la sacristía. Durante el tiempo que

               permanecieron  allí,  Félix  se  limitó  a  hablar  con  Juan  Antonio  de  asuntos
               mundanos, de la pintura de la sacristía y del buen trabajo de Abdel. Al cabo
               de un rato, era como si la conversación anterior jamás hubiera tenido lugar. El
               sacerdote se dijo que lo más probable es que no volvieran a repetirla: no todo

               el mundo está preparado para aceptar la existencia de lo sobrenatural.
                    El padre Félix no podía imaginar que, al día siguiente, sería el propio Juan
               Antonio quién le sacaría el tema.









               El  padre  Ernesto  remontaba  la  subida  del  Monte  Hacho  por  su  lado  más

               empinado,  el  que  parte  desde  el  cruce  del  Cementerio  de  Santa  Catalina.
               Hacía años que la Asamblea había colocado quitamiedos por toda la carretera
               para que la gente pudiera transitar con seguridad por el arcén, lo que convertía
               al  Hacho  en  un  hervidero  de  ceutíes  deseosos  de  mantenerse  en  forma  o

               rebajar kilos. El sacerdote corría como si le fuera la vida en ello, con una furia
               contenida que escapaba por cada poro de su cuerpo en forma de sudor. Las
               lluvias  intensas  e  intermitentes  de  la  mañana  dieron  paso,  alrededor  de  las
               cuatro  de  la  tarde,  a  un  sirimiri  refrescante  y  molesto  a  la  vez,  por  lo  que

               mucha  gente  había  optado  por  quedarse  en  casa  y  saltarse  su  sesión  de




                                                      Página 146
   141   142   143   144   145   146   147   148   149   150   151