Page 150 - La iglesia
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«Dar la propia vida es fácil», retumbó la voz en su cabeza. «Acuérdate de

               Abraham, que estuvo dispuesto a sacrificar lo que más quería por mí».
                    La  copa  de  balón  resbaló  de  los  dedos  de  Manolo  Perea,  rompiéndose
               contra  el  suelo  en  una  miríada  de  cristales  diminutos.  El  charco  de  ron
               moreno  dejó  una  mancha  pegajosa  a  sus  pies.  Un  padrenuestro  acelerado

               tembló en los labios del director de Caja Centro. La imagen distorsionada del
               cristo se proyectaba dentro de sus párpados cerrados, rojo sobre negro.
                    «Si te pidiera algo así, ¿lo harías por mí?».
                    Una  lágrima  solitaria  rodó  por  la  mejilla  regordeta  de  Perea.  Muy

               despacio, se levantó de su silla y se enfrentó con determinación a la fotografía
               de  la  pantalla,  esa  foto  que  provocaría  escalofríos  a  cualquiera  y  que  él
               admiraba con pasión y sin descanso.
                                                        ⁠
                    —Hágase en mí tu voluntad —murmuró, casi sin mover los labios.
                    Manolo  Perea  abandonó  su  cuarto,  cruzó  la  cocina  y  salió  al  pasillo,
               donde  reinaba  un  silencio  sepulcral.  Miró  su  reloj:  poco  menos  de  diez
               minutos para la una de la madrugada. Con pasos lentos y pegajosos a cuenta
               del ron en las suelas de sus zapatos, se acercó a la habitación que compartían

               Manu y Jaime. Abrió la puerta y la luz del corredor invadió la oscuridad del
               dormitorio.  Destapó  a  su  hijo  de  tres  años  sin  hacer  ruido  y  lo  cogió  en
               brazos.  El  pequeño  hizo  amago  de  despertarse,  pero  Perea  le  chistó  varias
               veces  y  acarició  su  barbilla  con  dulzura.  Los  ojitos  del  crío  se  abrieron

               durante un segundo y su boca sonrió al reconocer a su padre.
                    —No sabes cuánto te quiero, mi amor… Ni te imaginas cuánto.
                    Apagó la luz del pasillo y se fue al salón con Jaime.
                    El resto de la casa siguió durmiendo. En el ordenador de Perea, la sonrisa

               del cristo parecía más amplia y aterradora que nunca.









               Dicen que las tres de la madrugada es la hora del demonio. Justo a las tres y
               diez, el infierno se desató en casa de los Rodero.
                    El  horror  comenzó  con  un  aullido  espeluznante  que  sacó  de  la  cama  a

               Juan Antonio, Marta y Carlos. Todos pensaron que se trataba de Ramón, hasta
               que  vieron  al  perro  plantado  al  principio  del  pasillo,  gruñendo  con  el  rabo
               entre las patas, las orejas gachas y una exhibición de dientes deslumbrante. En
               la  otra  punta  del  corredor,  Carlos  asomaba  la  mitad  de  su  rostro  pálido  y

               desencajado  por  la  puerta  de  su  dormitorio.  Sus  padres  intercambiaron  una




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