Page 152 - La iglesia
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Marisol dejó de aullar y clavó sus ojos en blanco en el animal. Durante un

               instante,  se  entabló  entre  ellos  un  duelo  de  silencio,  roto  tan  solo  por  el
               gruñido  amenazador  del  husky.  Las  manos  de  Marta  aún  sujetaban  los
               hombros de su hija. Carlos, detrás del perro, dudaba si agarrarlo del collar o
               no:  el  animal  estaba  muy  alterado  y  lo  más  probable  es  que  le  atacara.  Y

               Ramón era lo bastante grande para matarle.
                    —Juan  Antonio,  por  favor  —rogó  Marta  llorando;  lo  hizo  en  voz  muy
               baja,  como  si  hablar  más  alto  pudiera  disparar  la  agresividad  contenida  de
                        ⁠
               Ramón—. Sujeta al perro, por lo que más quieras…
                    El  aparejador  se  interpuso  entre  él  y  Marisol,  enfrentándose  a  aquel
               despliegue de dientes puntiagudos. Sabía que, en estos casos, lo mejor era no
               mirar  fijamente  a  los  ojos  del  animal  para  no  provocarle,  pero  se  pasó  las
               precauciones por el forro. Prefería que se lo comiera entero a él antes de que

               mordiera a Marisol, aunque algo en su interior le decía que la furia del husky
               no iba dirigida hacia su hija, sino hacia lo que…
                    Le costó asimilarlo.
                    … lo que había dentro de ella.

                    —Ramón…,  quieto.  —Juan  Antonio  avanzó  hacia  él  como  quien  se
               acerca a una cobra, tratando de no mostrar el miedo que sentía; el animal no
               quitaba la vista de Marisol, que continuaba a cuatro patas sobre la cama, pero
               ahora con la cabeza baja, mirando en dirección al perro con una expresión tan
                                             ⁠
               asesina como la del husky—. ¡Ramón, sal! ¡Venga, fuera!
                    Justo entonces, la pequeña se zafó de la presa de su madre y brincó de la
               cama al suelo, aterrizando en cuclillas a medio metro del animal. No fue un
               salto propio de una cría de seis años, sino una suerte de acrobacia arácnida.

               Marta ahogó un chillido de terror y trató de agarrar de nuevo a su hija, a la
               vez  que  Juan  Antonio  se  aferraba  al  cuello  de  Ramón  sin  pensar  en  las
               consecuencias,  iniciando  una  lucha  titánica  por  sacarlo  de  la  habitación.
               Marta, por su lado, tiraba de Marisol, tratando de impedir que avanzara hacia

               las mandíbulas del perro. Con todos los sentidos puestos en sus respectivos
               forcejeos, ni el padre ni la madre podían ver la cara de su hija; Carlos, sin
               embargo y para su desgracia, gozaba de una vista espléndida desde el pasillo.
               Ni siquiera parpadeó cuando la orina comenzó a empapar el pantalón de su

               pijama con una calidez mortal.
                    El rostro de Marisol había dejado de ser humano. Sus ojos, entrecerrados,
               seguían mostrando una esclerótica blanca y atroz. Su labio superior, al igual
               que  el  de  Ramón,  se  retraía  de  forma  antinatural,  mostrando  unos  dientes

               ensangrentados  que  a  la  luz  de  la  lámpara  de  la  mesita  de  noche  se  veían




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