Page 153 - La iglesia
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demasiado largos para ser de leche. Los tendones de su cuello parecían unirse

               con los de su cara en una mueca desencajada que le costaría a su hermano
               muchas noches en vela, a la vez que un gruñido, casi tan grave como el del
               husky, brotaba de su garganta. Niña y bestia, cara a cara, competían como dos
               animales salvajes en una exhibición de armas y furia.

                    —¡Cierra la puerta, rápido! —⁠le gritó Juan Antonio a Carlos en cuanto fue
               capaz de sacar al perro de la habitación.
                    El  chaval  dudó  un  momento,  reacio  a  dejar  a  su  madre  sola  con  aquel
               monstruo que había reemplazado a su hermana pequeña. Fue la propia Marta

               quien le ordenó hacerlo.
                    —¡Cierra!
                    Carlos obedeció y cerró la puerta. Justo entonces fue consciente de que se
               había meado encima. En ese momento le dio igual, ya habría tiempo para la

               vergüenza. Su padre, a su lado, consiguió encerrar a Ramón en el minúsculo
               aseo situado junto al cuarto de baño, frente al dormitorio del crío. Un chillido
               de dolor les llegó con claridad desde la habitación de Marisol: la niña acababa
               de morder la mano de su madre.

                    —¡¡¡Mamá!!! —gritó Carlos, aterrorizado.
                    —¡Estamos bien, no te preocupes por mí! —⁠trató de tranquilizarle Marta
                                                    ⁠
               desde el otro lado de la puerta—. ¡Dile a papá que llame a una ambulancia
               para Marisol! ¡Rápido!

                    Juan Antonio no se demoró un segundo y llamó al 112 desde el teléfono
               inalámbrico del salón. Fue tal su desesperación al explicarse que la jefa de
               emergencias  dio  la  orden  de  salida  a  la  ambulancia  sin  apenas  realizar  las
               comprobaciones  de  rigor.  Tres  minutos  después,  una  unidad  móvil

               abandonaba el Hospital Universitario a toda velocidad.
                    El arquitecto técnico arrojó el teléfono sobre los cojines del sofá y corrió a
               la habitación de Marisol. Apartó a Carlos de su camino y a punto estuvo de
               resbalarse  con  el  charco  de  orina.  Mientras  tanto,  los  aullidos  de  Ramón

               resonaban  en  el  ojo  de  patio  como  amplificados  por  unos  Marshall  de  alta
               gama  con  etapa  de  potencia:  era  un  milagro  que  los  vecinos  no  estuvieran
               aporreando  la  puerta  o  profiriendo  amenazas  a  través  de  las  ventanas
               interiores. Sin pensárselo dos veces, Juan Antonio abrió la puerta y cruzó el

               umbral  del  cuarto  de  su  pequeña,  que  ahora  se  le  antojaba  el  lugar  más
               siniestro y maligno del mundo.
                    Si creía que ya había vivido todo el terror que era capaz de soportar, se
               equivocaba.

                    Carlos, detrás de él, no pudo evitar echarse a llorar.




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