Page 158 - La iglesia
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opción favorita. Misales antiguos, talonarios de albaranes a los que no
encontró ningún uso lógico, una virgen esculpida con pésimo arte en material
fosforescente, clips y grapas más oxidados que los grifos del Bismark,
cordones raídos, alguna que otra casulla apolillada y un montón de chismes
que no usarían jamás acabaron en una caja de cartón destinada al contenedor.
Era evidente que los jorgianos que cerraron la iglesia al morir el padre
Artemio se llevaron todos los libros y documentos importantes, porque allí no
encontró nada interesante. Mientras seleccionaba las cosas, Abdel canturreaba
una canción en árabe cuyo estribillo se repetía hasta el infinito.
Fernando Jiménez y Mohamed se obsequiaron a sí mismos con un
cigarrillo una vez terminaron de reparar la escalera, así que salieron al jardín a
disfrutarlo. Mientas tanto, Hamido rascaba la pared opuesta con movimientos
lentos y metódicos, inmerso en su mundo. Miguel, en lo más alto del andamio
situado cerca de la vidriera, pasó el dedo por una de las manchas oscuras del
muro. ¿Qué las habría producido? Se encogió de hombros: les pagaban por
eliminarlas, no por averiguar su procedencia.
—Pues bien, empecemos —pronunció en voz alta, dispuesto a empezar el
trabajo.
Miguel se agachó a recoger la espátula de metal que tenía en un capazo a
sus pies, junto a otras herramientas, brochas y frascos de disolvente. Había
empezado a canturrear entre dientes. Cuando se incorporó y se enfrentó a la
pared, el joven se llevó el mayor susto de su vida. Ni siquiera pudo gritar.
Las pintas negras que conformaban la mancha se habían contraído hasta
componer un rostro que parecía querer escapar a través del muro con un
aullido mudo, como un espectro que se pega a una sábana mojada y proyecta
sus facciones de pesadilla en ella. Miguel notó un puño invisible golpeándole
el corazón desde dentro. Una sensación momentánea de ahogo acompañó el
traspiés que dio hacia atrás.
Entonces, la superficie del andamio desapareció bajo sus pies.
Miguel proyectó ambas manos hacia el travesaño de madera y quedó
colgando de él, ahorrándose los cuatro metros de caída hasta el suelo. El
capazo y su contenido se estrellaron contra el piso, produciendo un estrépito
que alertó tanto a los que estaban fuera como a Hamido, Abdel y Ernesto, que
acudieron a toda prisa con el temor de otro accidente gravitando sobre sus
cabezas. Lo primero que salió de la boca de Miguel fue un juramento muy
poco apropiado para ser proferido en la Casa de Dios.
—¡Me cago en los muertos de esta puta iglesia de mierda!
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