Page 162 - La iglesia
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—La vida moderna ha puesto una cortina para que no veamos el mundo
espiritual, porque es más cómodo vivir sin saber. Cuando esa cortina se abre,
aunque solo sea un poco, lo que vemos detrás nos asusta. Antes, hace mucho
tiempo, cuando Dios estaba más en nuestras vidas, cualquier cosa que no
podíamos explicar la aceptábamos como obra suya. Ahora los jóvenes no
creéis en esas cosas. —A pesar de su español limitado y particular, Saíd se
explicaba con bastante claridad; de hecho, fue muy valiente con la pregunta
que formuló justo después—. Padre, ¿cree usted en las cosas que no podemos
explicar?
Ernesto trató de irse por las ramas.
—Como sacerdote, creo en los milagros… Pero la Iglesia Católica somete
cada uno de ellos a un proceso de investigación exhaustivo para descartar
cualquier explicación lógica. ¿Conoce el principio de la Navaja de Ockham?
—Saíd negó con la cabeza sin perder su expresión afable—. Se resume en que
la explicación más simple suele ser la acertada. Si usted se cae en esta iglesia,
lo achaco a un piso resbaladizo o a su propia torpeza, no a un empujón de un
ente invisible. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Claro que lo entiendo, padre. Pero detrás de esa cortina hay un mundo
en el que las leyes normales no sirven para nada. Si algo malo se asoma detrás
de esa cortina, solo hombres santos guiados por Dios serán capaz de
devolverlo al lugar de donde viene. Ojalá tenga razón, padre; ojalá no haya
nada malo aquí y que todo lo que ha pasado sea solo mala suerte. Pero si la
cortina se descorre y usted ve algo que no puede explicar, por el bien de la
gente que vendrá a esta iglesia, no se haga el ciego.
Ernesto disimuló un sentimiento de triste impotencia. Al parecer, era el
único incapaz de ver más allá de sus ojos. Saíd se despidió de él ensanchando
su sonrisa y regresó junto a su R5, como si le regalara al párroco un tiempo de
reflexión. Ernesto entró de nuevo en la iglesia y se sentó en el último banco
de atrás. Perdió la vista en el lejano retablo de pan de oro. A pesar de no estar
de acuerdo con Saíd, este había hablado con tal sabiduría y convicción que
había sido incapaz de rebatirle nada. Tal vez el problema no lo tenía el padre
Félix. Tal vez el problema residía en él mismo, en su fe, si es que aún
quedaba algo de ella. Toda la ilusión por hacerse cargo de la Iglesia de San
Jorge era un espejismo. Sus ganas de celebrar la eucaristía eran inexistentes.
El hecho de escuchar pecados que él consideraba ridículos le parecía un
chiste. Sin embargo, era pensar en un aula con una pizarra repleta de fórmulas
matemáticas y notar cómo la sonrisa le hacía cosquillas en la comisura de los
labios intentando aflorar en su rostro.
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