Page 164 - La iglesia
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invitado. Cuando el archivero le ofreció fotocopiarle los facsímiles, al cura

               casi le da un pasmo de felicidad.
                    Con los dos rollos de valiosa información en la mano, el padre Félix le
               preguntó a Cádiz por la última pieza del puzle: Ignacio de Guzmán. El rostro
               del sacerdote se ensombreció cuando el archivero reconoció que el nombre

               del imaginero no le sonaba de nada.
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                    —Déjeme consultar el ordenador —propuso Cádiz, que trasteó durante un
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               rato con la base de datos antes de darse por vencido—. Aquí no encuentro
               nada, pero voy a llamar al Archivo de la Asamblea, a ver si puedo hablar con

               el cronista de la ciudad —⁠dijo, llevándose el auricular del teléfono a la oreja,
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               dispuesto a quemar un último cartucho—. Ese es otro fatiga como yo: si tiene
               algo de él, lo sabrá de memoria.
                    Dos minutos después, Gabriel Cádiz tenía al cronista al otro lado de la

               línea.  Tras  muchos  ajá,  cabeceos  asertivos  y  afirmaciones  y  negaciones  de
               viva  voz,  se  despidió  y  colgó.  La  información  obtenida,  a  pesar  de  ser  en
               cierto  modo  infructuosa,  hizo  que  el  corazón  del  sacerdote  volviera  a
               redoblar. Lo siguiente fue una visita fugaz al padre Alfredo que, tras efectuar

               una  llamada  telefónica  a  petición  del  joven  cura,  le  devolvió  otra  sorpresa
               inimaginable. Un rápido apunte en un trozo de papel fue el último trofeo del
               día para el padre Félix.
                    El rompecabezas comenzaba a tomar forma.

                    El cañonazo que anuncia las doce del mediodía en Ceuta retumbó por toda
               la ciudad. Gabriel Cádiz y el vicario aceptaron de buena gana las cañas a las
               que Félix les invitó en La Esquina Ibérica, muy cerca de la Catedral. Una hora
               después, el sacerdote remontaba la Calle Real rumbo a la Iglesia de San Jorge.

               Fue a la altura del Paseo del Revellín cuando su teléfono vibró en el bolsillo.
                    Era Juan Antonio Rodero.
                    —¿Dígame?
                    —Félix, ¿te pillo mal? ¿Podemos hablar con tranquilidad?

                    El cura se sentó en un banco del paseo. La hora de salida de los colegios
               cercanos de San Agustín y La Inmaculada estaba próxima, por lo que la calle
               era un torrente de jóvenes madres en un apresurado ir y venir.
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                    —Podemos hablar —respondió Félix—. ¿Ha sucedido algo?
                    Rodero fue al grano.
                    —Estoy en el Hospital Universitario. Anoche pasó algo horrible en casa,
               Félix.
                    El aparejador le narró con todo lujo de detalles el episodio que tuvo lugar

               en  su  domicilio  a  las  tres  y  diez  de  la  madrugada,  los  aullidos  lobunos  de




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