Page 161 - La iglesia
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—En fin, qué le vamos a hacer —concluyó Ernesto, decepcionado.
—Hoy mismo le gestiono el tema, padre. Hablaré con Rodero. Si tengo
que contratar a tres tíos más de mi bolsillo lo haré, pero tendrá su iglesia lista
antes de dos semanas. —Jiménez recorrió el techo con la mirada,
deteniéndose unos instantes en la imagen de San Jorge matando al dragón,
rodeado de guerreros—. Si es que ella se deja…
—Es usted muy gracioso, Fernando —le dejó caer Ernesto, con ironía.
—Y no cobro más por ello. Me pasaré a diario a ver cómo van los
trabajos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Fernando Jiménez le dio una palmada amistosa en el hombro al sacerdote
y le dejó apoyado en el palo de la fregona, como un centinela cansado de
hacer guardia. Abdel se cruzó con el contratista, intercambió unas palabras
con él y luego se detuvo un momento junto al párroco, antes de regresar a la
sacristía.
—Yo queda con usted, padre —dijo—. Si uno cree en Dios, nada da
miedo.
«Cum virtute Dei, vincemus».
Abdel sonrió y le arrebató la fregona con amabilidad. Después de
supervisar el trabajo de limpieza del párroco, llevó los aperos de vuelta a la
sacristía. Ernesto decidió salir a tomar el fresco y desintoxicarse del potente
olor de los productos químicos. Llegó a tiempo de ver cómo la Piaggio de
Jiménez se alejaba en dirección al centro de la ciudad con Mohamed y
Hamido acomodados en la caja. Ambos se despidieron de él con un lánguido
gesto de adiós. En el aparcamiento, con un cubo de agua en una mano y una
esponja en la otra, Saíd limpiaba las marcas que la lluvia del día anterior
había dejado sobre la carrocería de su R5. El anciano también saludó al cura
con la mano, detuvo su faena y se acercó a él. Ernesto le dedicó una sonrisa
sincera. Hacía días que no veía a Saíd, y su mera presencia le proporcionaba
un reconfortante sentimiento de paz.
—Buenos días, padre. —El viejo le estrechó la mano para llevarse luego
la suya al corazón, como de costumbre—. Ya me he enterado de que se le han
ido los pintores. Me lo acaban de decir.
—Solo se ha quedado Abdel. Me parece increíble que en los tiempos en
que vivimos siga habiendo esta superstición, Saíd.
Tras sus gafas de metal, el anciano clavó en el sacerdote una mirada que
parecía cuarenta años más joven que su dueño.
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