Page 156 - La iglesia
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—Sí, me lo comentó por teléfono. En cuanto pueda me acercaré a verla.
Si es cierto que es de un discípulo de Ruiz Gijón podría ser muy valiosa.
¿Cómo me dijo que se llamaba el imaginero?
—Ignacio de Guzmán. ¿Cree que el señor Cádiz sabrá algo de él?
—Ni idea, pero para eso está el archivo, para consultarlo. ¿Sobre qué
fecha anduvo ese hombre por Ceuta?
—Finales del siglo XVI, principios del XVII, durante uno de los asaltos de
Muley Ismail.
—Muchos documentos se perdieron a lo largo de la historia a causa de
incendios e inundaciones —le anticipó el padre Alfredo sin dejar de masticar
su tostada—, pero aun así puede que encontréis algo. En cuanto me termine
esto, nos vamos para allá y te presento a Gabriel.
Mientras los sacerdotes desayunaban, Lola Berlanga, la esposa de Manolo
Perea, terminaba de preparar a sus hijos para el cole. Metió en la mochila de
Pocoyó de Jaime el bollo relleno de crema de chocolate que le serviría de
tentempié en el recreo. El resto de sus hijos, más mayores, se apañaban más o
menos solos. El menor de los Perea ni siquiera recordaba haber pasado buena
parte de la noche dormido en brazos de su padre, en el salón, objeto de
pensamientos oscuros que por fortuna no llegaron a materializarse.
—Venga, niños, daos prisa —les apremió su madre.
Justo cuando estaban a punto de salir por la puerta su marido se personó
en el vestíbulo con el teléfono inalámbrico del salón en la mano. Su cabello,
sin su habitual gomina, se veía desaliñado. Llevaba un par de días sin
afeitarse y una baba espesa, amarillenta, se alojaba en la comisura de sus
labios carnosos. Su pijama tenía dos botones desabrochados a la altura de la
panza y esta asomaba por la abertura, hinchada y peluda. Lola le dedicó una
mirada de reproche que él ignoró. Perea parecía el superviviente maltrecho de
un holocausto nuclear, la caricatura grotesca del padre de familia que acudía a
misa con su impecable traje de chaqueta azul y su corbata bien planchada.
—He llamado al banco —dijo—. Me he tomado una semana de
vacaciones. No me encuentro bien.
—Ya lo veo —respondió Lola, empujando a los niños al rellano de la
escalera mientras se dirigía a los mayores—. Manu, Silvia, haceos cargo de
los pequeños —a continuación se dirigió a su marido en voz muy baja—.
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