Page 151 - La iglesia
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mirada cargada de terror al darse cuenta de que aquel sonido draconiano e

               interminable procedía de la habitación de Marisol.
                    Juan  Antonio  y  Marta  entraron  en  tromba  en  el  cuarto.  Encontraron  a
               Marisol  encima  de  la  cama  a  cuatro  patas,  con  la  cabeza  elevada  en  una
               postura tan forzada que el cuello parecía a punto de romperse. Aullaba como

               un lobo a la luna llena. Sus ojos estaban en blanco y su barbilla barnizada por
               una espesa capa de babas. El bramido resonaba por todas partes, como si un
               sistema  invisible  de  altavoces  lo  amplificara.  Parecía  no  tener  fin.  Marta
               agarró  a  Marisol  por  los  hombros  y  trató  de  calmarla;  la  niña  ni  siquiera

               advirtió su presencia. Juan Antonio rodeó la cama, se colocó frente a su hija y
               sujetó su cara con ambas manos.
                    —¡Marisol! —la llamó a gritos, como si sospechara que la pequeña no
                                       ⁠
               estaba realmente allí—. ¡Marisol, ¿qué te pasa?!
                    En  esta  ocasión,  los  ojos  de  la  niña  sí  parecieron  ver  a  través  del  velo
               marmóreo que los cubría. Una breve pausa y un nuevo aullido, mucho más
               potente que el anterior, puso el pelo de punta a todos los habitantes de la casa.
                    Marta zarandeó a Marisol llorando a lágrima viva, repitiendo su nombre

               en una letanía de desesperación. Carlos, que a pesar de estar muerto de miedo
               no había podido resistirse a echar un vistazo dentro de la habitación, fue el
               primero en ver a Ramón avanzar por el pasillo con una expresión inédita en
               su rostro  perruno.  Sus  orejas, completamente agachadas,  daban  al  husky  el

               aspecto  de  un  lobo  salvaje.  Sus  impresionantes  ojos  celestes  brillaban
               siniestros  bajo  los  halógenos  del  techo.  Pero  lo  peor  era  la  manera  en  que
               mostraba sus dientes. El carácter de Ramón siempre había sido tan afable que
               quienes  le  conocían  le  tildaban  de  tontorrón,  de  esos  que  agradecen  las

               trastadas moviendo el rabo con devoción. El de ahora era otro Ramón. Un
               Ramón  todo  fauces  que  avanzaba  con  andares  de  asesino  en  dirección  al
               cuarto de su pequeña ama, a la que adoraba y perseguía incansable en busca
               de  juego.  Carlos  intuyó  enseguida  que  las  intenciones  del  perro  no  eran

               buenas.
                    —¡Papá!  —gritó,  sin  atreverse  a  detener  al  animal  por  miedo  a  un
                          ⁠
               mordisco—. ¡Papá, cuidado con Ramón!
                    El husky se detuvo en la puerta del dormitorio de Marisol, todo colmillos.

               El miedo paralizó a Juan Antonio durante un segundo: aquella bestia no era su
               mascota. No vio en ella ni rastro del Ramón que repartía alegría a base de
               brincos  y  meneos  de  rabo.  Aquello  era  el  puto  lobo  feroz  hasta  arriba  de
               anfetas.







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