Page 149 - La iglesia
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No hay opciones, ni interpretaciones.

                    Esa era su verdadera fe.









               Aún no era medianoche y todos dormían en el domicilio de los Perea. Todos,
               menos él. Esa noche tuvo el detalle de cenar con Lola y los niños en el salón,
               aunque su esposa se arrepintió de haberle avisado; ojalá no hubiera salido de

               su despacho. Sin llegar a estar beodo perdido, su comportamiento fue el de
               alguien  que  ha  bebido  más  de  la  cuenta:  chistes  sin  gracia  e  inadecuados,
               simpatía forzada, incoherencia verbal y torpeza psicomotriz. A cambio de ese
               repertorio  de  bondades,  obtuvo  miradas  asustadas  de  sus  hijos,  que  fueron

               enviados a la cama un minuto después del postre. Ninguno de ellos protestó.
                    Una vez solo, Manolo Perea regresó al cuartucho junto a la cocina que él
               llamaba su despacho. Lola, después de acostar a los niños, lloró en la soledad
               de su dormitorio. Nadie oyó su llanto ni secó sus lágrimas. No hubo consuelo

               para ella.
                    Perea  sacudió  el  ratón  hasta  que  el  monitor  despertó  de  su  estado  de
               suspensión. La foto del cristo de Ignacio de Guzmán parecía sonreírle desde
               la  pantalla.  Abrió  el  cajón  de  la  mesa  y  sacó  una  de  las  tres  botellas  de

               Havana  Club  compradas  esa  misma  tarde.  Se  sirvió  una  buena  dosis  en  su
               copa de balón, sin mezclarlo con refresco o hielo; le gustaba el sabor del licor
               sin  rebajar,  resultaba  más  embriagador.  Alzó  la  copa  hacia  la  pantalla,  la
               elevó al cielo en un brindis y dio un sorbo breve y solemne.

                    Tomad y bebed, esta es mi sangre.
                    La conversación con el cristo prosiguió donde la dejó antes de cenar. Fue
               el mismo Hijo de Dios quien le instó a atender a los suyos; un padre ha de
               velar  por  su  familia.  Manolo  Perea  asentía  como  un  autómata,  mientras  la

               imagen  de  la  pantalla  le  adoctrinaba  con  palabras  que  solo  él  podía  oír.  A
               veces, una baba transparente resbalaba de sus labios hasta mezclarse con el
               ron, como un ingrediente más del caldero de una bruja. Dentro de su cabeza,
               el eco de la voz de Dios rebotaba en las paredes de su mente vacía.

                    «¿Te enfrentarás a los sacerdotes si se niegan a compartir mi gloria con
               los fieles?».
                                                                             ⁠
                    —Por ti haré lo que haga falta, Padre Celestial —balbuceó Perea.
                    «¿Qué serías capaz de hacer por mí?».

                    —Cualquier cosa, Señor. Soy tu siervo, ¡daría mi vida por ti!




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