Page 148 - La iglesia
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estallar, fue lo que le soltó Félix cuando él trató de rebatir sus ideas
esgrimiendo la fuerza de la razón. «Ernesto, deja a un lado la ciencia y ten el
valor de enfrentarte a esto con la fe». Fue entonces cuando tiró el tenedor
sobre el plato, descascarillando el borde de cerámica y esparciendo los granos
de arroz por el mantel, como trozos de metralla. Félix dio un respingo y
abandonó el salón, ofendido. Era la segunda vez que el padre Ernesto Larraz
rompía la baraja, sumando otro episodio violento a su currículo, cada día más
extenso.
Enfadado consigo mismo por no haber sido capaz de zanjar la discusión
de forma menos abrupta, se puso la ropa deportiva y corrió hasta la
extenuación. Ahora, mientras reproducía los hechos con la mirada perdida en
el mar, el cansancio había cedido paso al remordimiento y a las tribulaciones.
Por una parte, se sentía culpable por tratar mal a su compañero; por otra,
odiaba cada vez más aquella iglesia y el trabajo insulso y monótono que le
acarrearía. Según Félix, el secreto estaba en la fe. ¿Pero qué fe? ¿Acaso le
quedaba alguna? Recordó su vida reciente como profesor con una nostalgia
cercana la desesperación. En qué maldita hora le dio su merecido a ese niñato
de mierda. De no haberlo hecho, ahora estaría en su habitación del colegio
repasando exámenes, solventando dudas de alumnos o charlando con sus
compañeros sin tener que oír cuentos de viejas dignos de Cuarto Milenio.
Miró a su alrededor y la inmensidad del mar se le vino encima. En ese
momento fue consciente de que allí donde no había agua, había una frontera.
El agobio le atenazó en forma de asfixia. Al final había acabado en una
prisión, condenado a trabajos forzados en una parroquia que odiaba junto a un
compañero de celda con la cabeza perdida. Sintió la rabia crecer en su
interior. Cuando se quiso dar cuenta, estaba moliendo a golpes a uno de los
contenedores de basura. Uno, dos, uno, dos. La tapadera de plástico saltaba a
cada puñetazo, como una boca abierta quejándose de dolor. Por suerte para
Ernesto Larraz, nadie presenció aquel patético combate.
Ernesto paró y rompió a llorar. El cielo le imitó y la llovizna se convirtió
en lluvia. El sacerdote elevó la cabeza hacia las nubes y dejó que las gotas
lavaran sus lágrimas. Sin fuerzas para correr, caminó los kilómetros que le
quedaban hasta llegar a casa, cabizbajo y abatido. Se dijo que antes de caer en
la telaraña de supersticiones de su compañero, escribiría una carta de dimisión
al obispado y mandaría su vida religiosa al cuerno.
¿Reencontrarse con su fe? Dos más dos igual a cuatro; raíz cuadrada de
doscientos veinticinco, quince; el orden de los factores, te pongas como te
pongas, jamás alterará el producto.
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