Page 147 - La iglesia
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ejercicio;  fue  por  ello  que  Ernesto  apenas  se  cruzó  con  algún  que  otro

               paseante  lo  bastante  valiente  para  desafiar  al  mal  tiempo  envuelto  en  un
               chubasquero.
                    Cuanto más se elevaba la pendiente, más potencia imprimía Ernesto a sus
               piernas.  A  su  izquierda  la  inmensidad  del  océano,  coloreado  de  gris  por  el

               manto de nubes que cubría el cielo vespertino, se extendía hasta el infinito. A
               su derecha, el faro que coronaba la cima del monte le servía de indicador de
               etapa. Ernesto bajó el ritmo, exhausto, y se dio cuenta por primera vez de que
               había forzado la maquinaria al límite. Se detuvo en una pequeña explanada

               que formaba un mirador minimalista. Apenas había unos bancos de piedra,
               varias plazas de aparcamiento pintadas en el asfalto y unos contenedores de
               basura que afeaban el lugar, en ese momento desierto. La tarde tampoco era
               idónea para deleitarse con el paisaje marítimo. El sacerdote apoyó las manos

               sobre las rodillas, respirando con dificultad, y esperó a que su ritmo cardiaco
               descendiera  un  poco.  Algo  más  repuesto,  se  apoyó  en  la  barandilla  del
               mirador y perdió la vista en el mar, allá donde se mezcla el Atlántico con el
               Mediterráneo, a los pies del Peñón de Gibraltar. Por enésima vez esa tarde,

               repasó su charla con el padre Félix a la hora de comer.
                    La habían vuelto a tener.
                    Ernesto había pasado la mañana entera en urgencias, acompañando a los
               Jiménez. Las radiografías de Rafi revelaron una fractura del rodete del peroné

               sin  desplazamiento,  además  de  otras  contusiones  y  heridas  de  menor
               importancia  en  la  pierna,  cuatro  de  ellas  merecedoras  de  unos  puntos  de
               sutura de los que no se libró. Seis semanas de inmovilización mediante férula
               y de vuelta al tajo, mucho menos grave de lo que podía haber sido. Miguel

               acercó al sacerdote a casa alrededor de las tres de la tarde, y este encontró allí
               a  Félix  preparando  arroz  blanco  y  huevos  fritos.  Ernesto  le  dio  el  parte
               médico  de  Rafi  y  el  joven  sacerdote  celebró  la  buena  nueva  sin  dejar  de
               atender las sartenes.

                    Comieron en la mesa del salón. No estuvieron demasiado locuaces, pero
               mantuvieron las formas; el eco de la bronca de la noche anterior aún resonaba
               en el aire. Y cuando Ernesto pensó que iban a tener la fiesta en paz, Félix no
               tuvo mejor idea que compartir con él sus sospechas sobre el accidente y su

               conversación con Juan Antonio Rodero acerca de su hija.
                    Ernesto  se  tragó  su  discurso  sin  decir  nada,  con  el  tenedor  cargado  de
               arroz  a  medio  camino  de  la  boca.  Ahora  resultaba  que  una  sobredosis  de
               fármacos, un episodio de terror nocturno y un peldaño roto eran consecuencia

               de  una  antigua  maldición.  Lo  que  más  incendió  al  párroco,  lo  que  le  hizo




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