Page 127 - La iglesia
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—Qué va, Lola. —Por su tono de voz, era evidente que Lucía se sentía
incómoda ante la situación; lo normal es que Perea contestara las llamadas de
su mujer a la primera y con una sonrisa en los labios—. La verdad es que
lleva dos días muy raro. Ayer ya empezó a poner pegas para recibir a algunos
clientes, pero hoy se ha negado de forma rotunda a recibir visitas. No sé qué
hace en el despacho, pero no se ha asomado en toda la mañana. Ni siquiera ha
salido a tomar café —una pausa—. ¿Hay algún problema? Manolo no tiene
buen aspecto…
—Si te soy sincera, no lo sé —respondió Lola, tratando de hablar bajo
para que sus hijos no la oyeran—. Lleva así desde el viernes y no he podido
arrancarle una palabra.
—¿Quieres que le pregunte yo?
Lola recordó las respuestas de la noche anterior y decidió ahorrarle el mal
trago.
—Déjalo, ya se le pasará, gracias.
—Si hay algo que yo pueda hacer, Lola, ya sabes…
—Muchas gracias, Lucía. —Su agradecimiento fue tan sincero como el
ofrecimiento de la apoderada—. A ver si nos vemos pronto.
Colgó y buscó a sus hijos con la mirada. Los encontró en medio de la
Plaza de los Reyes, apurando un rato más de juego antes de ir a comer. Manu,
sentado en un banco, le daba un tiento al Luigi’s Mansion 2 en su
Nintendo 3DS; sus hermanas, mientras tanto, se perseguían la una a la otra en
un improvisado pillapilla. Lola estuvo tentada de enviarlas con su hijo a casa
y acercarse a la oficina de Caja Centro, que quedaba a dos minutos andando.
Desestimó la idea en cuanto se lo pensó dos veces: el riesgo de que su marido
le montara un numerito delante de todos era alto. Manolo no estaba bien, ni
siquiera parecía ser él mismo. Lola no pudo evitar acordarse de las noticias
que a veces ocupan los telediarios y los titulares de los periódicos: personas
normales que de la noche a la mañana cometen crímenes atroces ante la
estupefacción de amigos y vecinos. «¡Pero si era un padre formidable! ¡Un
trabajador ejemplar!». Con un escalofrío, trató de enterrar sus temores bajo
paletadas de confianza. Manolo no era así. Decidida a seguir dando un voto
de confianza a su esposo, tragó saliva, inspiró hondo y llamó a sus hijos:
—¡Niños, a casa! Manu, coge a Rosa de la mano, por favor.
En el domicilio de los Perea, lo usual era comer todos juntos a las tres y
media de la tarde, cuando el padre llegaba de trabajar.
Ese día, el plato de Manolo Perea acabó frío y olvidado sobre la encimera
de la cocina.
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